A contratiempo revista digital

A Contratiempo
Jueves 05 de Diciembre del 2024
ISSN 2145-1958 | RSS

La cultura de la “gente sin cultura”. Clasificación de los géneros musicales tradicionales: el caso de los romances en la cuenca del río Atrato (Colombia)

Alejandro Tobón Restrepo. Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales, Universidad de Antioquia

Diciembre de 2009 / Revista Acontratiempo / N° 14
Relatos

1 Cuando, en octubre del 2006, navegaba por el río Atrato en medio de la selva majestuosa del Pacífico de Colombia buscando datos para mi investigación, sentí, aún como colombiano que soy, que estaba visitando una cultura y un territorio que no hacían parte de mí. Me sentí extranjero; extranjero porque las distintas fuerzas de poder que se disputan la región siempre me miraron como extraño y me exigieron documentos de identidad a cada paso; extranjero porque mi hálito de ciudad no se avenía con el mundo que me circundaba; extranjero porque en la embarcación era el único de piel más clara y el único que se protegía con salvavidas; extranjero porque no lograba entender muchos términos lingüísticos usados por mis compañeros de viaje o por los pobladores de las riberas del río, y el acento me delataba como alguien ajeno a ese entorno; extranjero por mi ropa, por el sudor permanente de mi cuerpo, y por las picaduras de zancudo que inundaron mis brazos y mis piernas; extranjero porque no sabía tomar biche o sostenerme firme de pie con la champa en movimiento; extranjero porque no sabía cantar alabaos ni responder las oraciones de velorio o de alumbramiento. Imagen 1

Sin embargo, saberme colombiano y mestizo me daba el derecho de sumergirme en esa cultura que también hace parte de mí; y reconocerme investigador me inducía a desentrañar el laberinto histórico de la música como manifestación del hombre en su construcción social en entornos geográficos determinados, a desenredar la madeja literaria-musical que se hilvana entre múltiples narraciones desde las cuales se teje el acumulado histórico de esa cultura. Mi objetivo era abordar los romances en el Atrato, y, aún como “extranjero” en mi propio país, me zambullí en el complejo mundo de los afrochocoanos.

Producto de ese viaje conservo dos anécdotas, disímiles pero al mismo tiempo afines, que enmarcan el sentido de lo que quiero decir hoy. La primera vivida en el contacto con la realidad chocoana, y la segunda, desde el ámbito académico europeo.

Me decía la gente de Bojayá que Pogue, vereda de este municipio ubicada en las estribaciones de la serranía del Baudó en la cuenca del Atrato Medio, era la capital mundial del alabao; que el coro de este lugar cantaba y mantenía vigentes diversos alabaos y romances para los velorios, los alumbrados y los gualíes; que allí sí valoraban la tradición de cantar. Llegar hasta Pogue se convirtió en tarea prioritaria, pero hacerlo no era fácil; por un lado la lejanía del lugar y las pocas canoas disponibles, así como la dificultad para conseguir el combustible para el motor, no auguraban que pudiera desplazarme hasta este sitio; por otro, la compleja situación de violencia: la zona se la disputan la guerrilla y los paramilitares. No obstante, sorpresivamente, un misionero claretiano con quien había viajado hasta Bojayá me propuso que acompañara a un sacerdote que iría esa noche a oficiar una misa como celebración de “cabo de año” por el alma de un personaje muy querido en dicha comunidad. Sin tiempo para dudar, alisté la grabadora, pilas y casetes, y estuve dispuesto en el muelle sobre el Atrato para embarcarme. Al momento de zarpar, el motorista me hizo una seria advertencia: “Desde este momento usted es misionero claretiano, de lo contrario no lo puedo llevar. Corre usted peligro y nosotros también. Es mi defensa y su defensa ante cualquier eventualidad”. El sacerdote que viajaba conmigo, oriundo del Chocó y afrodescendiente como el ochenta y cinco por ciento de la población de este departamento, quiso en el recorrido indagar por mis intereses musicales y por la investigación que desarrollaba; quizás lo hacía para estar prevenido ante la sentencia que momentos antes me había hecho el motorista. Después de escuchar mi relato y, al parecer, tener claro el motivo de mi viaje, el sacerdote concluyó: “Vea ve, usted se interesa por la cultura de la gente sin cultura”. “¿Cómo así, padre?”, le pregunté, y él me respondió, “Sí, esos cantos están llenos de errores históricos y repiten siempre lo mismo, pero la gente con eso se entretiene”. No obstante, y como apoyo significativo a mi viaje, el cura aceptó que el coro de Pogue cantara, dentro de la celebración de la misa, alabaos para rezar por su muerto. Imagen 2 Imagen 3

En otro escenario completamente distinto, en España, en la Universidad de Cádiz, una filóloga, a quien consulté para el desarrollo de mi tesis doctoral Relatos cantados de la vida y de la muerte. Apropiación y transformación del romance en la cultura del río Atrato, Colombia, después de conocer los distintos textos recolectados en el Atrato, negó la posibilidad de llamar romance a lo que desde su saber no cumplía con los parámetros definidos para ello. Algunos de los cantos presentados, los más pocos, los ubicó dentro del romancero histórico español —que con el tiempo se han denominado pan-hispánicos—, haciendo la advertencia de que sólo se trataba de trozos de los antiguos romances; a dos o tres los catalogó como romances vulgares de construcción popular americana; los otros, la casi totalidad de textos que le había presentado, los definió como otro tipo de canciones —narrativas, seriadas, etc.—, “folclóricas”, pero los cuales de ninguna manera podía pensarse que hicieran parte del nuevo repertorio de romances americanos.

Aunque a simple vista parecieran muy distantes las sentencias del sacerdote chocoano y de la filóloga gaditana, podría pensarse que ambos personajes con sus veredictos —el uno por los errores históricos que encuentra en los cantos y por la subvaloración de su propia cultura, y la otra por no cumplir tales cantos con los modelos clásicos—, deslegitiman lo que un grupo humano ha interiorizado a lo largo de su construcción como cultura particular.


¿Romances?

Me pregunto, entonces: ¿se pueden denominar romances las obras que los habitantes del Atrato llaman y reconocen como tales aunque su estructura literaria no lo sea? ¿Se debe designar romance a lo que ellos nombran alabao si bien su estructura corresponde a la denominación clásica de un romance o hace parte de antiguos poemas religiosos ibéricos? ¿Se deben desconocer las clasificaciones que las comunidades hacen en pro de establecer unos modelos más “universales”? ¿Cuál ha sido la apropiación que la cultura del Atrato ha hecho de este término? ¿La palabra romance seguirá teniendo hoy el mismo significado en España que en la selva chocoana?

Iniciemos haciendo un resumen histórico de cómo llegaron los romances hasta la cuenca del río Atrato para quedarse como parte integral de su cultura viva.

La época del descubrimiento y conquista de América, siglos XVI y XVII, coincide con el floreciente desarrollo del Romancero en los actuales territorios de España y Portugal. Los romances son poesía de todos: los poetas y escritores eruditos de la península plasman en forma de romance lo mejor de su poesía, los estudiosos los editan, y también el pueblo llano los canta y se expresa con naturalidad a través de ellos. Este hecho no podía pasar desapercibido en las tierras recién descubiertas, porque el Romancero igualmente viaja, y en los tres siglos de dominio español sobre el Nuevo Mundo se hace voz y se hace letra escrita —las dos fuentes principales de penetración cultural— para convertirse a lo largo de la historia en una nueva expresión: el Romancero Pan-hispánico, como lo llamó Menéndez Pidal.

Particularmente en Colombia, se ha encontrado la tradición de cantar romances en la mayoría de las regiones culturales que conforman el país. En los territorios que hoy conocemos como el departamento de Chocó, además de las voces de conquistadores y colonos, desde comienzos del siglo XVII estuvieron las de los franciscanos, quienes desempeñaron la labor de catequización en esta región, como uno de los primeros destinos en tierras americanas 2. Los misioneros vivieron con los negros en sus poblados, hecho que permitió que el adoctrinamiento católico y la poesía española marcaran profundamente los cantos y los relatos de los chocoanos.

El romancero español se hace voz, canción y poesía entre los esclavos, que luego serán los habitantes mayoritarios de este territorio. Y de usar los romances en los oficios religiosos, particularmente en la celebración de la Semana Santa y en las fiestas de los santos patronos, los chocoanos pasan a utilizarlos en los velorios y novenas de sus propios difuntos —en la mayoría de los casos sin intermediación de los ministros de la iglesia—, y a construir sus propios repertorios para arrullar y romanciar al niño muerto o “angelito” en los chigualos o gualíes.

Es evidente que este proceso de apropiación implica transformaciones profundas, amén de que la transmisión de los cantos se hizo casi siempre de manera oral y por gente iletrada, lo que los convierte en esencia en una música y una poesía de carácter y de uso colectivo y, también, necesariamente, en expresiones reinventadas y recreadas en cada proceso de transmisión. Muchas de las evoluciones de los textos implicaron deformaciones del lenguaje 3, tergiversación o reducción de las historias o, simplemente, recreación de nuevas narraciones. La música sufrió procesos similares: si bien una melodía servía para entonar diversos textos, o un texto se podía cantar con varias melodías, la apropiación de esquemas melódicos producto de las nuevas fusiones imprimió otro aire a este romancero que ya no podía llamarse español. La movilidad del romance, mientras representa una pérdida de valor literario para algunos círculos intelectuales clásicos, se convierte en la fuerza real que permite su supervivencia y que preserva su interés y su actualidad en los medios culturales donde es usado. Audio 1Texto 1

Los atrateños van construyendo una diferencia entre los romances que utilizan para alabar a los muertos adultos y a los santos, y los que usan para arrullar al niño fallecido; así, los romances religiosos dejan de ser nombrados como tales para ser llamados alabaos, salves o Santo Dios. El investigador chocoano Leonidas Valencia los define con el nombre genérico de oraciones entonadas y dialogadas que se utilizan como cantos fúnebres o como cantos de alabanza a los santos patronos en sus festividades. Dice, además, que el paso de un uso exclusivamente litúrgico a ritos profanos implicó una mayor divulgación y usanza de los romances entre las comunidades (Valencia, s.f.).

Pero si en los velorios y entierros de adultos se cantan alabaos que aluden a la pasión y a la muerte de Cristo, o se recrean relatos sobre la vida del difunto y se reza por su alma, cuando muere un niño tales acciones no son necesarias. El niño es puro, inocente, no ha tenido tiempo de pecar y, por tanto, no requiere de oraciones para salvar su alma; él es un ángel que sube directamente al cielo, un “angelito” que ha nacido para acompañar y proteger a su familia. Por ello su velorio se realiza en un solo día, no es necesario el novenario y su tránsito a otro mundo se festeja. Es en este escenario donde aparecen los romances históricos. Podría decirse que si para pedir por el alma del difunto adulto se entonan los romances de pasión, para alegrar el gualí se cantan viejos relatos históricos o se recrean nuevos sobre temas diversos que pueden aludir con picaresca o con sátira a las relaciones de pareja, a hechos que contribuyen al control social, a situaciones vividas por la comunidad o, incluso, hacen mención al mismo “angelito”. Como dice Aurelina Romaña, cantaora del Atrato Medio, “se hace el verso romanciao y se juega el romance” 4.

Lo paradójico de este proceso es que mientras los romances religiosos pierden su nombre, los romances históricos lo conservan, y el término romance empieza a ser sinónimo de juego, de baile y de celebración, y comienza a ser de uso exclusivo para el ritual fúnebre infantil. Ubertina Parra, cantaora de la comunidad de San Miguel, en el Atrato Medio, me dijo que no me cantaba romances porque aunque “son cantos alegres, son muy tristes… es muy triste cantarlos, y pueden atraer la muerte de los niños de aquí”5.

Al ser asumido el término romance como nombre genérico de los cantos de gualí, muchas de las obras que allí se entonan —canciones seriadas, narrativas o acumulativas— comienzan a denominarse igualmente como romances; incluso, estas obras adoptan líneas melódicas que tradicionalmente se usaron para los romances o incorporan fórmulas6 que las acercan a los antiguos cantos ibéricos. Audio 2Texto 2

Y es precisamente en esta dinámica que los cantos de los atrateños no encajan dentro de los parámetros del sacerdote chocoano y de la filóloga española.

Si nos atenemos a la definición clásica, un romance es un discurso poético, compuesto de una sucesión indefinida de versos octosílabos con rima asonante en los versos pares, y con los impares sueltos. Menéndez Pidal (1953) dice que los versos de los romances, originalmente derivados de los cantares de gesta, eran octonarios (dieciséis sílabas) y de rima continua (todos los versos sobre la misma rima), que con posterioridad se dividieron en dos, de ocho sílabas cada uno. Cada verso debe constituir “una célula independiente, una unidad rítmico-semántica que se puede memorizar, retener y aprovechar como tal aunque cambien los demás elementos, incluso la voz que los actualiza” (Debas, 1996: 96).

Quizás esta definición permita clasificar, desde la estructura literaria y sin ningún tropiezo, el inmenso repertorio que compone el Romancero ibérico; pero, insisto, el romance no es sólo versos; en él se dan cita también la voz cantada y, particularmente en el Pacífico de Colombia, el lenguaje gestual, lo corporal; es decir, el romance es una expresión compleja que condensa, desde diversos ambientes —trabajo, fiesta, relaciones afectivas—, todo un sistema sociológico y estético en el que se puede leer la cultura. Por ende, al hacer un análisis de las características básicas que lo componen, es necesario observar con igual detenimiento tanto la estructura literaria como la musical y, donde lo amerite, la puesta en escena.

Y la puesta en escena resulta fundamental. Que se canten romances en situaciones tan disímiles como el velorio —bajo la denominación de alabaos— y el gualí, implica que la función de aquellos dentro de la cultura que los asume varía de manera significativa; y, por consiguiente, varía su estructura. Así, resulta muy diciente el uso de los estribillos como estrategia para hacerlos canto colectivo y ritual; con éstos se convoca a toda la comunidad para que participe cantando 7. Los textos, las exclamaciones o las palabras que conforman los estribillos remiten a expresiones de alegría, a sensaciones de alivio o de angustia; pueden ser rogativas, términos onomatopéyicos que aluden a alguna función específica de trabajo (por ejemplo, remar) o simplemente términos que mantienen un ritmo cuando lo que interesa es el juego rítmico. Es frecuente encontrar estribillos que son la reiteración de las últimas sílabas del verso que les antecede o estribillos que en apariencia no tienen relación con la narración.

Es evidente, pues, ya se trate de romances religiosos, históricos o nuevos romances, que existe una apropiación de estas estructuras poéticas y de estas melodías, apropiación que adquiere un aliento único y trascendente. “No se trata de versos recordados por un individuo aislado, sino del acervo cultural de un grupo humano” (Castellanos y Atencio, 1984: 130-131).

Advierte Michelle Debas que una poesía donde se pierden fácilmente los límites entre transmisor y receptor —en algunos romances ni siquiera existe esta frontera—, “sólo se puede estudiar seriamente teniendo en cuenta muchas versiones representativas de todos los estratos de la tradición, tanto en el tiempo como en el espacio” (Debas, 1996: 89). Se hace necesario, además, reconocer los sistemas éticos y estéticos que le dan representatividad dentro del colectivo que la usa. “Indagar sobre la poética en el romance, será ver cómo se renueva, se adapta, se amolda; a partir de qué elementos va variando en este proceso de transmisión-creación” (Debas, 1996: 90).

Y estas variaciones implican, también, que se transforme la clasificación que la gente del pueblo hace de sus cantos. Algunas veces, las nuevas denominaciones no se relacionan directamente con el género literario o musical correspondiente; incluso pueden apropiar, para llamarlos, nombres regionales o locales y deformaciones del lenguaje. En el caso del romancero atrateño se deduce que la designación que los chocoanos han acuñado para ellos corresponde más a la función que cumplen dentro de una actividad determinada que a una categorización según la estructura de la narración o de los esquemas rítmico-melódicos específicos con que se entonan.

Si recurren al término romance para denominar una canción seriada o una canción narrativa, es porque el romance hace parte de su tradición, porque en esa canción se toma alguna fórmula o algún verso de antiguos romances, porque les rememora desde sus series de repetición y paralelismo alguna estructura similar a otros romances, porque la melodía o tonada hace parte del romancero o fue utilizada en él, porque es el esquema de un tipo de canción tradicional a partir del cual aprendieron quizás a cantar romances, o porque se usa dentro del ritual en que se cantan romances.

Tal vez la respuesta de muchos investigadores a este hecho sea que lo que no cumple con los parámetros ya establecidos no puede corresponder a esa denominación clásica y que se debe rebautizar cada obra según su estructura. Pero seguramente esos investigadores están dando mayor importancia a aspectos de conservación que a la oralidad y a la recreación como elementos básicos para construir y renovar el patrimonio.

Sí, romances Imagen 4

Creo firmemente que las clasificaciones deben respetar las dinámicas de apropiación que hacen las culturas de sus símbolos sociales y estéticos, y que es necesario reconocer y acoger desde la academia los términos que las comunidades construyen a lo largo de su historia para, desde ellos, replantear dichas clasificaciones.

Desde esa perspectiva, considero posible hablar, desde la estructura literaria, por ejemplo, de romance-alabao, romance-salve, romance-canción seriada, canción narrativa-romance; o, desde la estructura musical, de romance-abozao, romance-son chocoano, romance-jota.

En conclusión, la música como fenómeno social, como sumatoria de todos los momentos de la vida de una comunidad, es el resultado de un proceso de largo alcance; proceso que en su construcción amasa muchos barros, el de la propia tierra y el que llega en los zapatos de todos aquellos que confluyen en ella. También es necesario reconocer que la masa que así se moldea no es homogénea ni mantiene una misma forma a lo largo del tiempo; la masa se deja permear, acepta nuevos barros, se deja impregnar de múltiples elementos, permite que cada generación clave sus dedos en ella y le de nuevas formas. Por eso, las clasificaciones deben ser abiertas y permeables como el barro mismo.

Es necesario construir una resignificación de estos símbolos sociales y estéticos del pueblo atrateño, porque ellos, como toda expresión cultural, se han transformado y se han adaptado a diversos formatos y usos. Ya el romance no aparece sólo en el velorio, el gualí, la Semana Santa o en las fiestas patronales donde se canta con las antiguas melodías religiosas o las adaptaciones del abozao o del son. Ya el romance está integrado a los cantos de protesta por la violencia, al reclamo por la tierra, a la narración de los hechos actuales bajo formas musicales afines a la ranchera, al rap, al vallenato o al reggaetón; es decir, este patrimonio ha transitado por mundos rurales-globales-rurales y se ha actualizado para hacerse más cercano a los parámetros estéticos de hoy, sirviendo así a nuevos escenarios dentro de su comunidad.

Muchos jóvenes e incluso adultos de la región, al preguntarles hoy por los romances, dicen no conocerlos o hacen mención de ellos como antiguos textos que cantaban sus padres o abuelos y que ya pocos recuerdan. Sin embargo, al entonar canciones actuales o declamar poesías compuestas por ellos mismos, se evidencia que las formas literarias del romance siguen vigentes en estas comunidades; que el verso octosílabo y la rima continua son parte significativa de su conocimiento musical y responden a esa manera particular de construir su universo estético y expresivo, y que muchas melodías de viejos romances continúan acomodándose para los reclamos actuales.

Por eso, los modelos creados a lo largo de la historia no pueden ser fijos e inmutables. El paso del tiempo y, por ende, el paso de distintas generaciones y de diversas culturas, sumado a la fuerza de la globalización que trae consigo la mezcla de la mezcla, hace necesario revisar y adaptar de forma permanente los modelos establecidos, así como considerar el nacimiento de nuevos modelos o la transformación y reagrupación de los viejos. Fundir o fusionar géneros, romper reglas. Los géneros aparecen y desaparecen, se heredan unos a otros, varían de una comunidad a otra, de una obra a otra, de un autor a otro.

Como dice Martín Barbero (2001), desde la cultura popular se redefine la identidad ya no en términos de la oposición entre lo interno y lo externo, lo autóctono y lo extranjero, sino desde la creatividad cultural y la inserción económica en la modernidad-mundo. Y la identidad necesita narración, narración en movimiento donde las redes, los flujos, la instantaneidad y el desanclaje son tan necesarios como la memoria de un territorio que se construye en un tiempo largo (Martín Barbero, 2001). Desde este postulado, pienso entonces que la música tradicional se debe redefinir por la creatividad cultural que en sí misma encierra. Creo que la inserción a la modernidad-mundo se hace evidente cuando los distintos grupos reconocen y respetan lo común y lo disímil y desde ello lo local se hace universal (Martín Barbero, 2001).

Podría decirse que, en el caso del romancero, el Atrato en particular y el Pacífico colombiano en general, como territorio periférico, no ha tenido la posibilidad de entrar en el mundo académico ni la oportunidad de que éste reconozca su apropiación y desarrollo particular de esa expresión literario-musical; por ende, no se incluyen sus cantos ni las variantes de éstos dentro del repertorio pan-hispánico o dentro de nuevas clasificaciones ya reconocidas en otros países del área. Al romancero del Atrato le sucede lo mismo que a mí: se siente extranjero en su propia tierra. Y no hay que olvidar que, como dice García Canclini (2007), el reconocimiento de objetos patrimoniales en espacios internacionales ayuda a construir verdaderos espacios interculturales y, por consiguiente, se genera respeto por dicho patrimonio.

No se puede concebir como aislado lo que cada sociedad particular ha edificado a partir de elementos comunes. El romancero como fenómeno musical y literario de los iberoamericanos —sin desconocer su expansión hacia otros territorios y culturas americanas, africanas y asiáticas— mantiene rasgos similares entre los distintos grupos humanos que lo usan, como, por ejemplo, su función narradora de la cotidianeidad. Porque en tanto símbolo cultural, el romance se instala en la memoria de la gente hasta el punto de convertirse en referente de su pensamiento.

Como dice Ana María Ochoa,

el problema aquí no reside en si lo válido como expresión es lo más convencional o lo más experimental, sino más bien en darnos cuenta de que en la actualidad los caminos de las tradiciones musicales regionales son múltiples y de que la multiculturalidad no es un simple fenómeno de celebración de la diversidad, sino un complejo tapiz en el cual se entretejen las herencias históricas de unas relaciones de poder que atraviesan los encuentros entre las personas y las instituciones y que hoy se reciclan en el nuevo entramado global (1998: 113);



entramado que en los relatos cantados del Atrato colombiano se hace expresión periférica en la que se funden sonoridades explícitas con multitud de implícitos de las esencias más profundas del hombre y de la mujer negros chocoanos; tapiz de largos hilos que los atrateños han hilado por más de cuatro siglos sin detenerse.

Por todo eso, quiero decirle hoy a través de este texto al sacerdote chocoano y a la filóloga española que los no-romances de la “gente sin cultura” son tejidos vivientes, y que yo, como extranjero y como natural al mismo tiempo en ese territorio y en esa comunidad, palpé allí que la historia también está en los relatos tergiversados y traviesos, que la fuerza de una cultura particular produce y transforma lo que a simple vista es inamovible, y que la construcción social de cualquier grupo humano es válida y debe ser reconocida en todos los ámbitos.

Por todo eso, y aunque mi voz no tenga la misma sonoridad de la gente “sin cultura” yo me uno a su coro, el de cantaoras y cantaores, y, con ellos, desde el antiguo-nuevo romancero atrateño, digo: ¡Ay!, cantemos mujeres, no se cansen de cantar8.


Bibliografía

Atero Burgos, V. (ed.). 1996. El romancero y la copla: formas de oralidad entre dos mundos (España-Argentina)El romancero y la copla: formas de oralidad entre dos mundos (España-Argentina). Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía, Sede Iberoamericana La Rábida-Universidad de Cádiz-Universidad de Sevilla.

Beutler, G. 1977. Estudios sobre el romancero español en Colombia. En su tradición escrita y oral desde la época de la Conquista hasta la actualidad. Traducido al castellano por Gerda Westendorp de la edición alemana de 1969. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.

Castellanos, I. y Atencio, J. 1984. Raíces hispánicas en las fiestas religiosas de los negros del norte del Cauca, Colombia. Latin American Research Review, 3 (19), 118-142.

Debas, M. 1996. Poética del Romancero. En V. Atero Burgos (ed.) El romancero y la copla: formas de oralidad entre dos mundos (España-Argentina). Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía, Sede Iberoamericana La Rábida-Universidad de Cádiz-Universidad de Sevilla.

García Canclini, N. 2007. Patrimonio y arte, ¿cómo viajan en la globalización?. Conferencia presentada en el Seminario cultura, arte y ciudad en el mundo de hoy, Medellín, Colombia, agosto de 2007.

Londoño, M. E. y Tobón, A. 2003. De orilla a orilla: Vigía del Fuerte y Bojayá, un solo pueblo. Informe final de investigación. Archivo sonoro. Medellín: Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales, Universidad de Antioquia.

Martín-Barbero, J. 2001. Colombia: ausencia de relato y desubicaciones de lo nacional. En J. Martín-Barbero (coord.) Cuadernos de nación. Imaginarios de nación. Pensar en medio de la tormenta. Bogotá: Ministerio de Cultura.

Ochoa, A. M. 1998. El multiculturalismo en la globalización de las músicas regionales colombianas. En J. Martín-Barbero y F. López de la Roche (eds.) Cultura, medios y sociedad. Bogotá: Ces / Universidad Nacional de Colombia.

Tobón, A. 2007. Romances del Pacífico colombiano o los relatos cantados de la vida y de la muerte. Apropiación y transformación del romancero en la cultura de la cuenca del río Atrato, Colombia. Tesis de maestría. Sevilla: Universidad Pablo de Olavide.

Valencia, L. Sin fecha. La socialidad funcional de las músicas y bailes de los negros del Pacífico colombiano. Inédito.


Lista de ejemplos de audio

Audio 1: Filito de oro. Romance [fragmento]. Alejandro Tobón (comp.). Ana Zoraida Mena Ortiz (Intérprete-91 años). Quibdó, 2006.

Audio 2: Golpecitos a la puerta. Canción seriada – Romance [fragmento]. Alejandro Tobón, María Eugenia Londoño, Grupo de investigación Valores Musicales Regionales (comp.). Bartolo Blandón Torres (Intérprete-78 años, oriundo de Buchadó, municipio de Vigía del Fuerte, Antioquia); Coro de mujeres del Atrato Medio (Intérpretes). Vigía del Fuerte, Antioquia, 2003.


Lista de imágenes

Imagen 1: Mapa de la cuenca del río Atrato, departamentos de Chocó y Antioquia. Elaboración propia. Dibujante: María Angelina González Espinosa.

Imagen 2: Amanecer en el río Pogue. Foto: Alejandro Tobón R. Octubre de 2006.

Imagen 3: Calle en el corregimiento de Pogue, municipio de Bojayá. Foto: Alejandro Tobón. Octubre de 2006.

Imagen 4: Lavanderas y cantaoras en el río Atrato. Foto: Alejandro Tobón. Octubre de 2006.

1. Este texto fue presentado como ponencia en el Simposio “Conocimientos de lo Musical. Sociedad, Cultura y Política”, dentro del XII Congreso de Antropología en Colombia, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 10 al 14 de Octubre de 2007.

2. De este proceso de evangelización queda actualmente una arraigada devoción a San Francisco de Asís, a quien llaman en la región “San Pacho”. Su fiesta, celebrada en el mes de octubre, es la más representativa del departamento de Chocó.

3. Recuérdese, además, que los cantos tradicionales de la iglesia católica se entonaban en latín; de allí, por ejemplo, quedan expresiones en los romances y alabaos, y también, como interjección, términos como ¡mauníjica!, deformación de la palabra magnificat.

4. Alude a que el niño muerto pasa de mano en mano entre los presentes en el gualí, empezando por el padrino y la madrina, mientras cantan el arrullo o el verso romanceado. Testimonio recogido por María Eugenia Londoño y Alejandro Tobón, Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales, Universidad de Antioquia, mayo de 2003.

5. Entrevista realizada en octubre de 2006. Comunidad de San Miguel, Atrato Medio, Departamento de Antioquia.

6. Las fórmulas son versos que se utilizan indistintamente en varios romances o que suelen emigrar de un romance a otro. Que dos o más romances tengan una misma fórmula no implica que se refieran a una misma situación; por el contrario, las fórmulas adquieren una significación específica según el contexto en que se insertan y cumplen, además, funciones metafóricas y de amarre.

7. La presencia del estribillo define una estructura musical que será característica singular de las músicas negras americanas: el canto antifonal o responsorial. Así, el relato estará en la voz de un cantaor o cantaora principal— voz solista—, mientras el estribillo será entonado por el grupo comunitario —coro o respondedoras.

8. Fragmento de un romance tradicional de la cuenca del río Atrato. Intérpretes: Tiberia y Telésfora Martínez Lizcano (60 y 54 años respectivamente, oriundas de Arenales). Municipio de Vigía del Fuerte, Antioquia. Tomado de: informe final de investigación De orilla a orilla: Vigía del Fuerte y Bojayá, un solo pueblo, archivo sonoro, compilación realizada por María Eugenia Londoño y Alejandro Tobón, Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales, Universidad de Antioquia, 2003.


0 comment

Please insert the result of the arithmetical operation from the following image
Enter the result of the arithmetical operation from this image

ImprimirInicio