Conocimiento y diálogo de saberes en el ejercicio profesional del músico colombiano: algunas ideas sobre lo que ganaríamos si decidiéramos bajarnos de la torre de marfil
Carolina Santamaría-Delgado
2015-07-15
Conocimiento y diálogo de saberes en el ejercicio profesional del músico colombiano: algunas ideas sobre lo que ganaríamos si decidiéramos bajarnos de la torre de marfil
Línea temática en el coloquio La Música como Profesión: Diálogo de saberes, conocimientos y ciencias desde la música.
Descripción de la línea: Considera la permanencia de la Música en todas las culturas; subraya su apertura como un saber y un lenguaje contemporáneo, más allá de las definiciones disciplinares de la modernidad, y revaloriza el diálogo que puede establecer con otros saberes y ámbitos experienciales.
¿Qué es la música? Un arte, un saber, una forma de conocimiento, un tipo de destreza, una ciencia, un oficio, una profesión… evidentemente, se trata de una pregunta que no tiene una sola respuesta porque ésta depende de la posición de quien pregunta y del entorno cultural de quien pretende responder. De hecho, en algunas culturas del mundo ni siquiera existe el concepto occidental de música, sino que existen términos que definen expresiones sonoras con sentido religioso o estético que podríamos reconocer o asimilar al concepto occidental que nosotros manejamos. Qué es la música, cómo es, quién la hace, de quién es, para qué sirve, todas esas son preguntas cuyas respuestas varían de una cultura a otra, lo que hace que inevitablemente haya un nivel de inconmensurabilidad al intentar comparar un músico de un ensamble de gagaku de la corte imperial japonesa, un oboísta de la Sinfónica de Berlín, y un gaitero de los Montes de María en el Caribe colombiano.
Creo no equivocarme si dijera que todos los aquí presentes estarían más o menos de acuerdo con esta bonita declaración etnomusicológica de relativismo cultural. Pero la cuestión es que esa relación de horizontalidad entre prácticas y practicantes de diversas expresiones musicales no funciona así en la vida cotidiana. La verdad es que las sociedades establecen jerarquías, ponen unos más arriba y otros más abajo como resultado de una compleja combinación histórica de costumbres, usos e ideologías. En Colombia, el reconocimiento de la nación multicultural en la Constitución de 1991 implicó abandonar la idea de que había una sola cultura legítima, la cultura occidental moderna, y que expresiones locales como la música de gaitas también eran merecedoras del reconocimiento, apoyo y fomento por parte del Estado. De alguna manera, las nuevas políticas públicas acogieron elementos de la crítica al discurso de la modernidad, que decía que Colombia es un país subdesarrollado que tenía una sola vía para volverse moderno, esta era, parecerse lo más posible al modelo capitalista de desarrollo marcado por Europa y Estados Unidos. Durante casi doscientos años, las sociedades de los países latinoamericanos buscamos parecernos lo más posible al llamado “primer mundo”, no solo copiando los modelos económicos y políticos, sino también los símbolos y las expresiones de la cultura europea (primero) y la cultura norteamericana (después). En ese sentido, el nuevo discurso de la multiculturalidad erosionó las estructuras que mantenían esas jerarquías y, al menos en ese nivel discursivo, la orquesta sinfónica y el conjunto de gaitas dejaron de estar uno arriba y el otro abajo, y pasaron a ocupar el mismo nivel horizontal.
Pero el discurso no es igual a la realidad. Si acaso, podríamos decir que ayuda a construirla. Para hacer efectiva la horizontalidad del paradigma de la multiculturalidad se precisa, en primer lugar, de un cambio en las estructuras mentales, y para eso se requiere voluntad. Las estructuras mentales no se cambian por decreto, es necesario que los diferentes actores sociales adviertan los cambios y tengan la voluntad de sentarse seriamente a discutir qué implicaciones tienen estas nuevas maneras de ver la realidad en sus prácticas y actividades cotidianas. Creo que eso es lo que estamos haciendo aquí, y mi impresión es que 24 años después de que se haya introducido el paradigma de la multiculturalidad, el sector académico de la música no está respondiendo satisfactoriamente al reto. Y lamento decirlo, pero las instituciones de formación de músicos profesionales, como las universidades y los conservatorios, están entre los actores más reacios a reconocer y discutir las consecuencias de esa transformación. Sé que esta afirmación no me hará muy popular entre mis colegas profesores universitarios, no obstante a continuación voy a presentar algunos argumentos acerca de cómo la ocurrencia de algunos acontecimientos históricos recientes, y la persistencia de ciertos modelos epistemológicos del pasado, pueden ayudar a explicar por qué nos cuesta tanto trabajo reconocer que en la educación musical universitaria vivimos en una torre de marfil, y por qué tarde o temprano tendremos que bajarnos de ella.
Voy a comenzar con un tema delicado. ¿Qué hace que un músico sea reconocido socialmente como un profesional? ¿Que haya pasado por la universidad y tenga un diploma que lo acredite como tal? Todos sabemos que la cosa es mucho más complicada que eso, empezando porque la formación profesional del músico es un fenómeno muy reciente en nuestro país. Si aceptáramos la premisa de que quien es profesional es porque se graduó de un programa universitario, llegaríamos al absurdo de declarar que músicos reconocidos históricamente como hitos de la música popular colombiana como Lucho Bermúdez o José Barros no fueron músicos profesionales. En este momento no entraré a discutir razones económicas, sociales o epistemológicas de por qué sí o por qué no estos u otros pueden ser considerados como profesionales; solamente quisiera señalar que en el fondo existen unas razones de tipo histórico que han transformado la manera como se legitiman los conocimientos musicales en nuestro país. La cuestión es que, así como en los noventa hubo un cambio de paradigma en la cultura desde el discurso de la nueva Constitución, de manera simultánea hubo una transformación en el estatus profesional del músico en Colombia, y la formación universitaria jugó un rol fundamental en ese proceso.
Los noventa marcaron una época de transformación en el estatus profesional del músico en nuestro país. Aunque los conservatorios existían como instituciones que impartían enseñanza musical desde hace más de un siglo 1 , en realidad pocos alumnos tenían la paciencia para cursar hasta el final los muy prologados ciclos de estudios del sistema para convertirse en profesionales. Si bien había músicos que aprendían el oficio a través de la práctica y se ganaban la vida tocando, componiendo canciones e incluso grabándolas (como Lucho Bermúdez y José Barros), la música no tenía el estatus de profesión, como sí la tenían la medicina o la jurisprudencia. Estas últimas eran consideradas profesiones desde la época colonial, mientras que otras como la arquitectura y la sociología, por mencionar solo dos, se instauraron como campos profesionales en la universidad colombiana apenas en las décadas de 1930 y 1960, respectivamente. Eso fue lo que pasó con la música en los noventa, cuando hicieron su aparición los programas curriculares universitarios y se comenzó a consolidar como campo académico que requiere docentes calificados, infraestructura física, presupuestos, etc. Es muy complicado buscar la consolidación de un campo en medio de un cambio de paradigma, y en cierto sentido es lógico que la mayoría de programas universitarios hayan establecido unos límites disciplinares conservadores que mantienen el modelo estándar de escuela de música, enfocado en los repertorios y los usos de la llamada práctica común europea de los siglos XVIII al XX. El problema es que ha pasado casi un cuarto de siglo y no ha habido la suficiente disposición en el gremio para preguntarse por la pertinencia del modelo en vista de las recientes transformaciones en el contexto político y cultural.
Muchos dirán que soy muy pesimista, que estoy generalizando demasiado, que en varias universidades ha habido propuestas curriculares arriesgadas, que se han abierto nuevos espacios para otras músicas, incluidas las músicas locales, y que se han otorgado estímulos suficientes desde instituciones públicas nacionales como el Ministerio de Cultura y entidades locales como IDARTES o la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín. Todo eso es cierto, pero siguen siendo iniciativas relativamente pequeñas y periféricas con respecto al corpus de conocimiento musical impartido en la universidad colombiana, que sigue estando basado predominantemente en la práctica común. Que para qué nos vamos a inventar nuevas maneras de enseñar la música si eso ya está inventado desde hace muchos años, es un argumento que he oído mil veces. Pero cómo no nos vamos a inventar nuevas maneras de enseñar la música, si es que es una expresión que está en constante transformación, eso nos tiene que obligar a cambiar. Que enseñar a tocar la gaita de los Montes de María no es el rol de la universidad, sino un papel que le corresponde a los portadores de la tradición. ¿Y es que los portadores de la tradición no pueden enseñar en la universidad? Esa es la propuesta que se está implementando en la Universidad de Brasilia desde 2010, en el marco del proyecto Encuentro de Saberes, y que busca que los maestros y maestras de los saberes tradicionales latinoamericanos dicten cursos como profesores regulares en la universidad 2 . Esta discusión sobre quién entra y quién no entra en el pequeño feudo de la escuela de música está viva desde las peleas entre Guillermo Uribe Holguín y Emilio Murillo por la estructura del currículo del Conservatorio Nacional en 1910, y es sorprendente que un siglo después hayamos avanzado tan poco 3 . Mientras tanto, dejamos sin resolver que tenemos una responsabilidad que no podemos obviar, que es pensar cuál es el rol de los profesionales egresados de esos programas de música una vez salgan de la burbuja que es la universidad.
La educación superior en música sigue estando muy marcada por la matriz epistemológica del conservatorio europeo, que si bien conserva prácticas valiosísimas como por ejemplo la enseñanza basada en la relación maestro-aprendiz, carga también con otras que podrían considerarse más bien como viejos y pesados lastres. Del modelo de los ospedali italianos de los siglos XVII y XVIII, se mantiene la tendencia al enclaustramiento solitario de los intérpretes que se encierran durante horas a practicar la técnica sin poner mucho interés en lo que pasa más allá de las cuatro paredes que los rodean. Del modelo francés se conserva la pretensión legitimadora de las academias reales de la época del Absolutismo, que se consideraban como instituciones omnipotentes que tenían la primera y última palabra en el tema de las artes dentro de la sociedad. Del modelo alemán se perpetúa el interés en el estudio minucioso de elementos técnicos específicos muy asociados con la racionalidad moderna, como la armonía y el contrapunto, y que han sido fundamentales, cómo no, en el desarrollo de repertorios instrumentales de la llamada “música absoluta”, y por supuesto, predominantes en la obra de compositores alemanes y austriacos. Este conjunto de prácticas de enseñanza-aprendizaje y formas de conocer la música está tan naturalizado que simplemente se reproduce tal cual en la mayoría de nuestras escuelas. Infortunadamente, este modelo epistemológico de conservatorio no cuenta con una tradición crítica fuerte que le permita cuestionar sus propios principios 4 , por lo que no es raro que el hecho de señalar estos puntos sea visto por muchos miembros de la comunidad académica como un ataque al sistema y no como una oportunidad para la reflexión.
La pregunta de fondo es cuál debería ser el modelo epistemológico de la escuela de música en América Latina en el siglo XXI, no solo en el nivel de la educación superior, sino a lo largo de todo el sistema de educación musical formal y no formal. Seguramente no hay un modelo único, y lo que debemos pensar es en la convivencia y complementariedad de varios tipos de escuela de música que atiendan a poblaciones diferentes y que respondan a las necesidades específicas de cada contexto. Por eso es que se habla de la importancia del diálogo de saberes, que comienza por aceptar que hay necesidades expresivas diferentes dentro de la sociedad, ya que existe una gran variedad y diversidad de saberes musicales que responden a esas circunstancias sociales. Los egresados de las carreras profesionales y los licenciados en música tienen que conocer y participar en la discusión sobre la diversidad musical para poder operar dentro de esa red porque, aunque no contemos con estadísticas detalladas del sector, la realidad es que los espacios laborales para la mayoría de los músicos en Colombia pasan de una u otra manera por la enseñanza. Las universidades tienen que meterse de lleno en esta discusión, no hay excusas para no hacerlo.
Construir un nuevo modelo epistemológico no es cosa que se haga en un día, y seguro nos tomará unos cuantos años pensar cuáles son las características del conocimiento musical que idealmente debería tener un músico profesional en Colombia. Evidentemente tengo más preguntas que respuestas para esto, pero quisiera plantear algunas posibles líneas de trabajo. Lo primero sería buscar que se incorpore a cabalidad el conocimiento sobre músicas locales que se ha obtenido en investigaciones recientes. No se trata solo de que en los conservatorios haya ensambles de músicas tradicionales y populares colombianas o latinoamericanas, sino que se piense en cómo las características de esos saberes musicales influyen en la manera como se enseña, se transmite y se aprende la música en nuestros países. Una manera de apropiar esos saberes musicales no académicos es explorando a fondo la manera como ciertos repertorios y ciertas maneras de hacer música se han mantenido en las fronteras de lo académico, lo que denominé en un trabajo anterior como “saberes mestizos” (Santamaría-Delgado, 2007), y que Eliécer Arenas ha llamado a su vez las prácticas de los “músicos mestizos de frontera” (Arenas Monsalve, 2009). El hecho de que haya prácticas musicales de frontera es un indicativo de que las fronteras son porosas, que los límites epistémicos del modelo de conservatorio no son infranqueables, pero que hay que hacer un trabajo consciente para ampliarlos.
Voy a poner un ejemplo: en la enseñanza-aprendizaje de la música de gaitas o de marimba de chonta predomina la transmisión oral y prácticamente no existe una tradición escrita. Pero eso pasa incluso en las tradiciones musicales locales más occidentalizadas, como la de la música andina colombiana, que todavía permanece a medio camino entre lo oral y lo escrito. La predominancia de lo oral en las músicas locales se deriva también de aspectos históricos y culturales particulares, como por ejemplo el hecho de que en Colombia nunca se hubiera desarrollado una industria de la impresión de partituras, como sí sucedió en otros países latinoamericanos como Argentina y Uruguay a principios del siglo XX. Si bien dentro de la cultura occidental históricamente se ha privilegiado la transmisión escrita sobre la trasmisión oral, lo cierto es que en América Latina siempre ha predominado la oralidad y, como dice Jesús Martín-Barbero, en la modernidad latinoamericana pasamos directamente del cuentero a la radionovela sin que en el proceso mediara lo escrito (Martín Barbero, 1987). Lo que es más, la transmisión oral es importante en las músicas tradicionales, pero también en las músicas masivas, como el rock, el pop, el rap, etc., que hacen parte del bagaje auditivo y práctico con el que llegan los estudiantes a las instituciones de educación superior.
Todo esto debería llevarnos a imaginar cuál es el rol de la oralidad como herramienta pedagógica y preguntarnos si no será que le estamos dando un peso excesivo al uso de la partitura; de hecho, las clases de solfeo están todavía muy enfocadas en el afán de reproducir con la mayor exactitud y perfección lo que dice en el papel. Los métodos de enseñanza deberían entonces comenzar a relativizar el uso de la partitura como principal soporte para la transmisión del saber musical. Afortunadamente contamos con abundantes ejemplos de métodos alternativos de enseñanza-aprendizaje de las músicas tradicionales que nos sirven para pensar en sus implicaciones conceptuales de la transmisión semi-oral, como las notaciones no convencionales del método OIO de Héctor Tascón para la tradición de la marimba de chonta (Tascón, 2008), o la propuesta de uso de videos y audios del trabajo de Leonor Convers y Juan Sebastián Ochoa para el estudio de la música de gaitas (2007). La reciente aparición de las nuevas tecnologías digitales hace que debamos repensar nuevas maneras de enseñar música que no pasen por el papel.
Lo cierto es que las búsquedas estéticas y políticas de las mismas prácticas artísticas contemporáneas nos obligan cada vez más a cuestionar los principios del modelo más conservador de escuela de música. La irrupción del estudio de las músicas tradicionales y populares, como los ejemplos mencionados anteriormente, es uno de los detonantes de la ruptura con el paradigma hegemónico de la práctica común, un sacudón de las estructuras que se ha generado desde adentro de la escuela de música. Pero hay otros igual de importantes, como las búsquedas de artistas contemporáneos que trabajan con expresiones multimedia, ya sea desde las exploraciones de vanguardia o desde el corazón mismo de las industrias culturales. Ya los compositores no están trabajando con el género sinfonía, están haciendo arte sonoro para películas y videojuegos; con eso es que se ganan la vida. Algunas de las obras de Alba Fernanda Triana, una compositora reconocida de vanguardia, ya no son piezas musicales con un intérprete que las traduce para el público de la sala de concierto, son instalaciones sonoras donde lo visual y la interacción del público con el espacio son elementos centrales de la expresión artística 5 . Todo esto nos debería obligar a salir de la comodidad de la torre de marfil del modelo de conservatorio, donde las definiciones de qué es la música y cómo se conoce y cómo se transmite siguen estando cerradas a obedecer un paradigma centenario, y es hora de comenzar a mirar con más atención el entorno.
Además de abrirse a discutir sobre saberes y aprendizaje musical con otras prácticas diferentes a la práctica común y con otros tipos de escuelas de música más allá del modelo del conservatorio, los departamentos de música universitarios deberían estar dispuestos a abandonar su proverbial aislamiento del resto de la comunidad académica. Deberíamos aprender de las experiencias de nuestros colegas más cercanos en los campos de las artes visuales y las artes escénicas, donde la discusión sobre nuevas nociones teóricas como el concepto de performance han obligado a los artistas a establecer diálogos con campos como la antropología, la lingüística y la ciencia política. En los estudios de performance, lo central es la acción, el “acto de hacer”; no se preguntan ontológicamente qué son las acciones, eventos o manifestaciones culturales, sino qué es lo que éstas hacen, y por eso pueden ir más allá del objeto estético como tal. No es que el objeto estético pierda su importancia y su peso, sino que desde el performance se estudia el efecto social más allá del objeto en sí mismo. Desde ese punto de vista, el hacer artístico no es solo un espacio de expresión estética, sino que incluso puede ser visto también como un espacio de expresión política. Esa relación ha dado frutos importantes en lo artístico y en lo teórico, que se pueden ver materializados, por ejemplo, en las actividades del HEMI, el Instituto Hemisférico de Performance y Política de la Universidad de Nueva York 6 .
El concepto de performance tiene un enorme potencial para ayudarnos a rescatar el valor de la oralidad, que como he argumentado antes, es fundamental para la epistemología de las músicas tradicionales y populares latinoamericanas, así como la de muchas otras músicas populares alrededor del mundo. No obstante, como explica el etnomusicólogo mexicano Alejandro L. Madrid, en los estudios sobre música el concepto de performance ha estado tremendamente limitado por el peso excesivo que tiene el texto musical –la partitura y la idea de obra musical– como núcleo de la relación obra/intérprete:
El significado de los estudios del performance en la música ha sido bastante reducido. Para la musicología tradicional y su dedicación a la partitura musical como texto, el estudio del performance ha consistido en una disertación sobre cómo el texto musical debe ser convertido en sonido y la ha llevado a hacerse preguntas sobre lo correcto en la interpretación, la autenticidad histórica o el papel de la transmisión oral en la reproducción del espíritu “verdadero” de dicho texto musical, lo que lo hace un proyecto evidentemente emanado del logocentrismo occidental y de su predilección por lo literario sobre lo oral (2009).
Profundizar en las implicaciones del concepto de performance podría ser un camino para escapar de la tendencia a someterse a la partitura como único lugar de donde emana la autoridad. Si lográramos superar la hegemonía de la partitura como texto musical al cual solo podemos hacerle una exégesis respetuosa, y nos atrevemos a pensar la música como un performance, se abriría inmensamente el espectro de posibilidades creativas que tienen los intérpretes. Lo importante no es el texto autorizado del compositor, no es la partitura de la sonata de Mozart o la suite de Gentil Montaña, -que para el caso vendrían a ser absolutamente equiparables-. Lo verdaderamente importante es lo que tiene que decir el intérprete, como un sujeto sensible y con una capacidad expresiva particular, ante su público. El intérprete, o el director, es ante todo un performer, alguien que está en un escenario realizando un acto ante una audiencia, no reproduciendo algo del pasado, no obedeciendo unas reglas marcadas por la tradición. Con esto no quiero decir que los intérpretes y los directores olviden por completo los repertorios antiguos o los estilos de interpretación de los mismos, sino que se empoderen de su rol como creadores. Que se atrevan a proponer cosas nuevas. Que puedan decidir no parecerse a su maestro, sino parecerse a ellos mismos.
La invitación a explorar el concepto de performance es apenas una opción para pensar qué ganancias podemos obtener si desde la música se establecen diálogos con otras disciplinas y otras formas de saber, algunas dentro de la universidad y otras fuera de ella. Aunque es mucho lo que se ha hecho desde proyectos como las Cartillas de Iniciación Musical o los Territorios Sonoros que ha realizado el Ministerio de Cultura, es poco o nada lo que ese tipo de trabajos ha impactado los currículos o las herramientas pedagógicas en las universidades. Si bien es cierto que la universidad es la institución que ha sido encargada por el Estado para formar y certificar a los profesionales, eso no significa que sea el único lugar de la sociedad donde existe conocimiento, o que el único conocimiento válido y verdadero sea el que sanciona y acredita la universidad. En un mundo cada vez más dominado por la cultura del Internet, donde uno puede acceder a tomar clases de saxofón en Youtube y por videoconferencia, o consultar partituras y manuscritos antiguos sobre música en formato pdf en las páginas de las bibliotecas alrededor del mundo 7 , la universidad dejó de ser un lugar privilegiado donde está física o virtualmente el conocimiento. Hace rato que el conocimiento dejó de ser una serie más o menos grande de contenidos que están en los libros y en los salones de clase. Ahora de lo que se trata es de educar individuos con un sentido crítico que puedan establecer sus rutas de desarrollo artístico y personal siguiendo sus propios criterios. No necesitamos flautistas que toquen más notas, más rápido; necesitamos músicos que sepan que el virtuosismo no es un fin, si acaso puede ser un medio para desarrollarse como artistas dentro de un contexto histórico y social concreto. La escuela universitaria de música debería ser entonces un lugar donde se piensa, se establecen criterios y se mira críticamente el contexto, no un lugar donde se reproduce automáticamente un modelo que “ya está inventado”.
No quisiera acabar esta presentación sin dar algunas evidencias concretas del crecimiento del gremio profesional de la música en los últimos años debido a la acción de las universidades, y la presión que esto supone para la apertura del campo laboral. No contamos con estadísticas acerca de los egresados de los programas durante la década de 1990, pero es posible consultar datos sobre los egresados en música entre 2001 y 2012 gracias a la información compilada por el Observatorio Laboral del Ministerio de Educación 8 . En ese periodo egresaron 2.250 personas de los diferentes programas de formación profesional en música, 3.148 se graduaron de licenciaturas relacionadas con música y 74 obtuvieron una formación técnica en música. Adicionalmente, se graduaron 119 estudiantes de especializaciones y 98 de programas de maestría. En términos netos, el crecimiento anual de los egresados de los programas profesionales ha sido del 19% y de programas de licenciatura, del 13.1 %. El ingreso de estos profesionales, sin contar los grados técnicos, se calcula entre $1.200.000 y $3.800.000 mensuales (este último para los que cursaron maestría). Un crecimiento de casi el 20% anual en el número de egresados es significativo para cualquier campo profesional. El panorama es preocupante si pensamos en que las plazas de planta de las orquestas y las bandas sinfónicas no crecen en la misma proporción, sino que antes el número de agrupaciones de este tipo tiende a decrecer por los costos tan altos que representa su sostenimiento para las entidades públicas. Por la misma razón, los compositores tienen pocas oportunidades de recibir encargos de obras por parte de esas bandas y orquestas. Podemos quedarnos inmóviles lamentándonos de nuestra mala suerte, o pensar que eso nos presiona cada vez más a abandonar la torre de marfil y acoger, de una vez por todas, el paradigma multicultural. Diversificar los conocimientos ayudaría a diversificar los perfiles y a diversificar las oportunidades en el campo laboral.
En conclusión, la enseñanza musical profesional es una preocupación que no solo atañe a las universidades; es un problema de todo el campo profesional y aficionado de la música, por lo que se necesita establecer un diálogo horizontal, de igual a igual, con los portadores de otras tradiciones musicales. Me refiero a los sabedores de las músicas tradicionales, pero también a las comunidades de prácticas musicales urbanas, es decir a los rockeros, a los músicos de tango y salsa, a los acordeonistas y cantantes vallenatos, entre muchos otros. También tiene que abrirse el diálogo con los otros campos del saber, con la historia, la antropología, la sociología, las artes escénicas, etc., de los cuales podemos aprender muchísimas cosas útiles para abrir nuestra mirada a nuevas perspectivas. Dialogar es difícil, sí; pero no podemos darnos el lujo de seguir graduando profesionales de las universidades sin consultar las necesidades del entorno. Simplemente no es real, ni tampoco es ético.
ANEXO 1
Referencias bibliográficas
Arenas Monsalve, Eliécer. (2009). El precio de la pureza !Desangre!: Ensayo sobre el papel de los músicos mestizos de frontera en el imaginario musical del país, (Pensamiento), (Palabra) y Obra, Vol. 1: 32 – 39.
Convers, Leonor y Juan Sebastián Ochoa. (2007). Gaiteros y tamboleros: material para abordar el estudio de la música de gaitas de San Jacinto, Bolívar (Colombia). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
Cortés Polanía, Jaime. (2000). La polémica sobre lo nacional en la música popular colombiana. Bogotá: III Congreso Latinoamericano de la Asociación para el estudio de la música popular IASPM-LA. http://www.hist.puc.cl/historia/iaspmla.html .
Madrid, Alejandro L. (2009). ¿Por qué música y estudios de performance? ¿Por qué ahora?: una introducción al dossier. TRANS, No. 13. Disponible en: http://www.sibetrans.com/trans/articulo/2/por-que-musica-y-estudios-de-performance-por-que-ahora-una-introduccion-al-dossier .
Martín-Barbero, Jesús. (1987). De los medios a las mediaciones. México: Gustavo Gili.
Ochoa, Juan Sebastián. (2011). Formas de producción de deseo en la educación musical de conservatorio. Calle 14: Revista de investigación en el campo del arte, Vol. 5, Num. 7 (junio-diciembre): 36-46.
Nettl, Bruno. (1995). Heartland Excursions: Etnomusicological Reflections on Schools of Music. Urbana Champaign: University of Illinois Press.
Santamaría-Delgado, Carolina. (2007). El bambuco, los saberes mestizos y la academia: un análisis histórico de la persistencia de la colonialidad en los estudios musicales latinoamericanos. Latin American Music Review, Vol. 28, Num. 1 (spring/summer): 1-23.
Tascón, Héctor Javier. (2008). A marimbiar. Cali: N-editores.
Triana, Alba Fernanda. (2012). La superestructura: la música y mi música En Mujeres en la música en Colombia: El género de los géneros. Carmen Millán de Benavides y Alejandra Quintana, eds., 25-35. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
1. No existe todavía un estudio histórico detallado sobre el surgimiento de las escuelas de música del país; no obstante, se puede señalar una corta cronología de la aparición de escuelas formales a partir de la fundación del Conservatorio Nacional en 1910, creado sobre las bases de la antigua Academia Nacional de Música (1882), y que a partir de 1936 se anexó a la Universidad Nacional de Colombia. La Escuela de Música de Santa Cecilia de Medellín se fundó en 1888 y aparentemente sirvió de base para el Instituto de Bellas Artes de esa ciudad (1910). El Conservatorio del Tolima se estableció como tal en 1920, pero los inicios de la escuela de música en Ibagué se remontan a 1906. El Conservatorio Antonio María Valencia de Cali data de 1933; el Conservatorio del Atlántico se institucionalizó en Barranquilla en 1964 sobre la base de la Escuela de Bellas Artes (1940).
2. Sobre este tema, ver la discusión de José Jorge de Carvalho (2010).
3. Sobre esta polémica al interior del Conservatorio Nacional a principios del siglo XX, ver el texto de Jaime Cortés Polanía (2000).
4. Esto, debido a que la tradición crítica de la musicología, por lo menos en Europa, ha estado por fuera de los conservatorios, puesto que éstos se han mantenido al margen de las universidades. Sobre la crítica a la epistemología de la escuela de música tipo conservatorio desde la etnomusicología, ver Nettl (1995) y Ochoa (2011).
5. Ver la información sobre la muestra de Triana titulada Silent and Interactive Music, presentada en Miami a comienzos de 2015 http://www.artcentersf.org/alba-triana/. Sobre la multiplicidad de la obra de Triana, consultar también su contribución en el libro Mujeres en la música en Colombia: el género de los géneros (Triana, 2012).
6. Ver información en http://hemisphericinstitute.org/hemi/
7. Además de la Colección de Partituras Digitales de la Biblioteca Nacional de Colombia ( http://www.bibliotecanacional.gov.co/content/partituras), se pueden consultar documentos de este tipo en instituciones homólogas, como es el caso de la colección Música e Arquivo Sonoro de la Biblioteca Nacional del Brasil ( http://www.bn.br/acervo/musica-arquivo-sonoro) y de la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España ( http://www.bne.es/es/Catalogos/BibliotecaDigitalHispanica/Inicio/index.html).
8. Ver detalles en Anexo I.
NOTA: La ponencia completa puede ser consultada en el Centro de Documentación Musical de la Biblioteca Nacional de Colombia.
0 comment