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Gustavo Díez: entre pasiones y rebeldías

Federico Ochoa Escobar

2016-09-15



Gustavo Díez: entre pasiones y rebeldías



Foto 1: Gustavo Díez


Minibiografía

Gustavo Díez nació en Envigado, Antioquia, el 18 de diciembre de 1961. Es un actual referente de la música andina colombiana. Ha participado innumerables veces en los festivales de dicha música, en los cuales ha obtenido segundos puestos, terceros, menciones honoríficas, premios al mejor aporte, entre otras distinciones, además de fungir como miembro del grupo base de unos festivales y de jurado en otros. ¿Cuál es su instrumento? Hoy parece serlo el computador -el programa Encore, en el que escribe sus obras- seguido de la guitarra, el tiple, la voz, la bandola, el bajo e incluso el cuatro, además de instrumentos de percusión.

Gustavo Díez ha realizado más de 17 producciones discográficas como arreglista, director artístico, instrumentista y/o compositor. Entre arreglos y composiciones tiene más de 300 obras. Tavo, como le dicen sus amigos, ha grabado en Sonolux, Discos Victoria, Discos Dago, SONY Music, Discos Fuentes, Colmúsica, e innumerables estudios independientes; y ha trabajado con artistas como John Jairo Torres de la Pava, María Isabel Saavedra, Luis Alfonso Grosso, Voces y Guitarras, Son del Yarey, Teresa y Carlos, Jonny Pasos, Delcy Yanet Estrada, Héctor Ochoa Cárdenas, Raquel Sosaya, Grupo Arco Iris, Estampa Sureña, Trío Andino, Albores, Alcione, Ako Fandango, Llamas y Los Parranderos del Sur, entre otros. Igualmente, ha sido director de grupos musicales de empresas e instituciones como Unibán, Industrias Estra, Almacenes Éxito y el Politécnico Jaime Isaza Cadavid.

En 1993 se graduó de la tristemente desaparecida Escuela Popular de Arte, escuela que de manera insólita no contaba con Registro Calificado. Finalmente, obtuvo su diploma de músico en el año 2010 en la Universidad de Antioquia a través del programa Colombia Creativa.

Actualmente (2015), Gustavo dirige el programa de música de la escuela Débora Arango, de Envigado, en la que tiene a su cargo alrededor de 170 alumnos y 30 docentes, y es profesor de cátedra en el Instituto Tecnológico Metropolitano de Medellín (ITM) y en la Universidad de Antioquia. Continúa dedicando gran tiempo y esfuerzo a los arreglos y la composición de obras musicales. Desde 2010 hace parte oficial del grupo Voces y Guitarras y en sus tiempos libres (¿tiempos libres?) acompaña con la guitarra o el tiple a diversos artistas.



Audio 1: «Allí donde tú sabes»


Foto 2: Grupo Voces y Guitarras. De izquierda a derecha: Álvaro Sánchez Soto (Alby), Gustavo Díez, Héctor Mario Amaya, John Jaime Villegas y Fernando Sánchez.


Rebeldía I

Cuatro personas vestidas de esmoquin o frac negro encima de una camisa blanca, con corbatín y sombrero alto también negros, están de pie, recostados sobre un curioso y típico carro antiguo de carruaje y rines amarillos; negros los guardabarros, el techo descapotable y las llantas. Cada uno apoya un brazo sobre el elegante vehículo mientras sostiene con el otro un paraguas (o sombrilla, no se sabe), del mismo color. Una casa medellinense, típica del viejo barrio El Poblado, sirve de telón de fondo, acompañada de las ramas de un anodino árbol y unas cuantas matas bien cuidadas. Los cuatro personajes miran a la cámara con el cuerpo inclinado, el uno con rostro parco, el otro con cara de trabajo, un tercero con evidente timidez. Sobresale nuestro personaje (el primero en la foto de izquierda a derecha) por su mirada –aunque un poco gacha- altiva; de nariz aguileña, con un pie adelante del otro, observa desafiante a la cámara. Así es la carátula, LP 27154, de Codiscos. El grupo de músicos embutidos en semejante atuendo, se monta en el anacrónico automóvil y le da vueltas a Medellín en 1981. La ciudad, en el preámbulo de su época más violenta, paranoica, usa el chisme -instrumento de divulgación de mala reputación- como un recurso de seguridad ciudadana. ¿Quiénes serán esas personas raras que andan circulando por la ciudad, lento, como escudriñando a la gente? Se pregunta. ¿Por qué conducen tan despacio? ¿Por qué se visten así? ¿Por qué en ese carro? Ninguna hipótesis es descartada. El Colombiano, lo más cercano a un periódico que hay en la ciudad, con un pequeño texto insidioso, se unió al chismorreo y a las especulaciones.

En la foto de la contracarátula ya los vemos en pose teatral. Cual vaudeville de principios del siglo veinte, nuestro cuarteto de artistas, de pie, de frente ante la cámara, sostiene cada uno una sombrilla (¿o paraguas?) en su mano derecha, lucen todos el pie del mismo lado adelantado y cruzado, y la mano izquierda dentro del bolsillo. La mirada altiva y frentera de nuestro personaje se antoja ahora entre orgullosa, aburrida y resignada. Así son las imágenes del primer disco del grupo Albores llamado “Un Recuerdo de Amor” publicado en 1981. La estrambótica vestimenta, el añejo carro, los teatrales recorridos por Medellín, eran una manera de hacerle publicidad al proyecto artístico. No importaba que la imagen no concordara con el estilo musical del grupo, mucho más alegre y desparpajado; el fin era llamar la atención. El lanzamiento de ese primer LP fue el inicio para Gustavo Díez de una larga carrera en la industria fonográfica, lo realizaron en Los Recuerdos, un reconocido estadero de la ciudad, ubicado en la calle Colombia: lugar tradicional, emblemático de la cultura paisa que caracteriza a Medellín. Ese día, el día del lanzamiento, Gustavo Díez esperó en su casa durante un tiempo infinito a que llegaran por él en el excéntrico cuadrúpedo. Disfrazado, al igual que sus amigos, de gentleman de principios del siglo XX, debía recorrer en él el camino que separa su casa en Envigado del lugar del lanzamiento; saludando por las ventanas del carro si llovía, o si no, de pie, por el techo descubierto, cual reina de belleza sobre carro de bomberos.

La presentación del disco, como es tradicional en los eventos artísticos de la ciudad, se retrasó. Gustavo seguía esperando, contando los minutos, asomándose a la ventana, sintiendo lentamente el resbaladizo paso de los segundos sobre su frente, intentando parecer calmado a pesar del insufrible agobio de la eterna espera. Ya entrada la noche y aún en el centro de la ciudad, sus compañeros de grupo decidieron que no había tiempo de recogerlo, a él, al envigadeño, el que vivía más lejos, el que ni siquiera vivía en Medellín, y lo llamaron, ya pasadas las diez, a decirle que llegara por su cuenta al lugar del concierto. Tavo, a sus veinte años, luego de esperar en la tarde-noche durante devastadoras horas en la sala de su casa, bien peinado, acicalado, con el incómodo atuendo y su guitarra, ya estaba acostado en su cama, furioso, descompuesto, tratando de conciliar el sueño. Era una época sin celulares, Facebook, Twitter ni tecnologías similares.


- Si no vienen por mí, en el carro viejo, al igual que todos, no voy. Yo también soy parte del grupo y ustedes me dejaron tirao. - Vociferó.

- Gustavo, venite que nos cogió la noche, ya es hora de empezar.

- Si no vienen por mí, no voy. - Repitió, sin notorio resentimiento en su voz pero en tono enérgico, y colgó el teléfono.


Así fue el preámbulo del lanzamiento del primer disco en el que figura en los créditos, segunda de las más de 20 producciones musicales prensadas en las que ha participado Gustavo Díez. Hoy, a sus 50 años, relata la anécdota sentado en la sala de su casa, en el mismo barrio en el que ha vivido toda la vida y, aunque la historia es simpática, siento que me la cuenta más por la moraleja que lleva implícita que por pasar un rato agradable.


Foto 3: Gustavo Díez


Una historia familiar

¿Querés que te cuente los inicios? Vení pues, yo te cuento. A Gustavo, el número 11 de 12 hijos, sus padres siempre le inculcaron la música. Gustavo soy yo. Mi padre tocaba bandola y mi madre cantaba, además de algunos tíos que tocaban, cantaban y escribían música. Por tradición oral nos pusieron a todos en esa dinámica de la guitarra, de música vieja, o lo que llaman música vieja, que es música andina colombiana, que era lo que ellos escuchaban. Ninguno vivía de la música, era algo autodidacta, un empirismo tenaz. Nunca nos dieron la oportunidad de estudiar música siendo pelaos, sino que eso era: “mijo, de oreja, como hicieron los hermanos suyos, como hicieron sus tíos”.

Era algo así como que para ser artista primero había que pasar por el purgatorio, esa vieja costumbre cristiana de “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, o esa añeja manía de las personas de legar las dificultades, cual penitencia obligada en el camino para llegar a ser.


- 'apá, conseguime una guitarra, hombe, regalame una guitarrita. -Le decía.

- No mijo, ahorre y cómpresela usted mismo como han hecho todos.


Y entonces yo tenía que coger prestada la guitarra e intentar aprender por mí mismo, porque nadie le enseñaba a uno. No era una situación como de venga pues yo le enseño cómo es el asunto, no. Por tradición, uno no le debía enseñar al otro, esa era la tesis de mi papá, por oreja y no pregunte. Así era él, quien en la vida me dio una sola lección de música que nunca voy a olvidar porque fue muy chistosa. Cogió la guitarra, puso los dedos en cualquier acorde y me dijo: mire, primera, y lo hizo sonar; después tocó un acorde de dominante y dijo: segunda; luego tocó uno de subdominante y dijo: tercera, y yo me quedé boquiabierto, fascinado, obnubilado ante semejante acto de grandeza, inverosímil, casi mágico; lo veía poseedor de un conocimiento que me parecía imposible de aprehender; y finalmente, para descrestarme, mi padre quitó la mano del diapasón… quitó los dedos… rasgó la guitarra y dio todos los sonidos así, con las cuerdas al aire traraaaan… me miró como quien dice ¡yo sé mucho!, y sentenció: DISONANTE. A mí nunca se me va a olvidar eso, era el descreste del descreste. Pero aunque mi padre nunca me dio más clases, creyendo que con eso lo había dicho todo, sí tuvo un acierto muy valioso y fue estimular y posibilitar las prácticas de conjunto, de cámara, de ensamble, porque hasta que él murió o hasta que él tuvo lucidez y tuvo salud, organizaba cada ocho días una tertulia en nuestra casa y ahí nos afinaba a todos. Lo de “afinaba” lo digo en sentido simbólico, más bien nos coordinaba, porque si él estimaba que este cantaba bonito con aquel, entonces ponía a cantar a A con B, luego a A con B y con C, luego a todos, y así nos enseñó un poco de canciones. Inicialmente, la tertulia era solo para los hijos y luego eso fue tomando una fuerza tan tesa que empezaron a llegar otros músicos. En mi casa no era extraño ver a un Hernando Ossa del dueto Hernando y Yezid con Gilma Ossa, o tener a María Isabel Saavedra, gran amiga de la familia, o a Jhon Jairo Torres de la Pava, y con todos ellos se armaban unas tertulias tremendas. Todos los domingos, entre las 5 de la tarde y las 9 de la noche, eso era religioso. Yo diría que esas tertulias se hicieron por más de 30 años. Pero antes íbamos todos a misa de doce, los nueve hijos varones, las tres hijas mujeres y los papás, parecíamos pollitos detrás de ellos.


De tertulia pa' Fredonia

Más o menos una vez al mes, mi padre nos llevaba de Envigado a Fredonia de bar en bar, de fondas camineras de aquí pa’ abajo. Parábamos en varias partes, en Caldas, en Balorá, seguíamos hacia Camilo C., Palomos, llegábamos a las partidas de Venecia en donde él sabía en qué negocios podíamos cantar, y siga para Fredonia y La Mina en donde él nació, parábamos en cada negocio, tocábamos dos o tres canciones, se repartía aguardiente, y así pasábamos el día. Él siempre pagaba las cuentas, no aceptaba que lo invitaran o le regalaran nada, decía que esa era una forma de retribuirle a la gente esos talentos con los que la vida nos había bendecido. No se recibía plata ni se hacían contratos, eso no era importante, lo importante era disfrutar y compartir. Era una experiencia muy linda, gratificante y enriquecedora.

Pero pasaba algo curioso y era que las mujeres, aunque participaban de las tertulias en el hogar, eran excluidas de los paseos. Mi padre, el líder y organizador, decía que eran muy reacias a cantar y que por tanto estaban ocupando un lugar que podía ocupar un músico; él tenía esa visión y quizás era verdad, él lo decía porque a ellas les daba pena, les daba vergüenza cantar en público. Sin embargo, mi papá vinculaba a los músicos con los cuales nos encontrábamos, así fueran del campo; se formaba una gran mesa con los músicos que mi papá tenía, con todos los Díez y sus invitados y otra con los del pueblo o los que cantaban ahí, hacíamos música todos juntos y se armaban unas cantatas muy bacanas e inolvidables, como te podés imaginar.

Pero don Rodrigo Díez Restrepo, el papá de Gustavo y director de orquesta de esta historia, por esa época no tenía carro propio. Alquilaba uno en el que cupieran todos con instrumentos y un ánimo desbordante y contrataba chofer para que los llevara y trajera. Eran muchos, unas 20 personas, aunque había salidas en las que el número podía llegar a 40 o 50. Fredonia quedaba, a su ritmo y en las condiciones de la carretera del momento, a más de tres horas, porque paraban inevitablemente de fonda en fonda tanto a la ida como al regreso. Aun así, siempre volvían el mismo día, no había poder humano que hiciera a don Ricardo amanecer fuera de casa. Era un viaje de todo un día montando en carro y tocando guitarra y compartiendo. Doña Blanca los acompañaba, y ya cuando la salud no se lo permitió, ella se quedaba en casa y hacía la comida para todo el mundo. Así, llegaban en la noche llenos de vida pero hambrientos y encontraban la comidita lista y servida, comida para medio centenar de personas.

Recuerdo que andábamos con tres o cuatro guitarras, dos requintos, una bandola, un tiple y hasta un acordeón. A los más adelantados nos tocaba tocar todo el día, mientras que los más atrasaditos se iban turnando. Ah, y como a él, a mi papá, le gustaba mucho la música parrandera, siempre llevaba sus maracas. Él no bailaba ni nada, pero sí le gustaba mucho al final de la jornada la música campesina, como Guillermo Buitrago. Y además empezamos a tocar no solamente música colombiana, sino también tangos; traíamos a Miguel Cancino, que es hijo del fundador de Los Cuyos; traíamos a Carolina Ramírez, “La dama del tango” y a sus hermanos Ramírez, que hacen parte de una familia de espectaculares cantantes. En fin, continuamos con esa tradición por más de 30 años hasta que los viejos se murieron. Ahí le perdimos la gana porque ellos eran los inspiradores de todo eso.


Su escuela

La sala de la casa de Gustavo es un poco oscura, sin grandes ventanales ni entradas de luz. Sería algo lógico para alguien cuyo primordial sentido es el oído, pero no para Gustavo, cuyo principal oficio es la escritura musical. Será por eso que usa gafas, frunce el ceño y aleja con su mano los discos para leer su contenido. Intentamos hacer un recuento de sus grabaciones, muy pocas para su trayectoria, pero muchas teniendo en cuenta su costumbre de no aparecer en los créditos, de botar su producción y de no llevar registro de su trabajo. Escuchamos algunas de sus grabaciones en las que diferentes ensambles interpretan sus propios arreglos, y aunque estoy familiarizado con su obra, vuelvo y me sorprendo con sus inagotables recursos armónicos, destreza que va aparentemente en contradicción con su aprendizaje básicamente autodidacta, y de manera espontánea le pregunto:

- Gustavo, ¿cómo hiciste para aprender tanta armonía? Es que la música andina tradicional y popular maneja armonías muy sencillas, en cambio en tus arreglos se escuchan cosas complejas.

Yo sabía muchas cosas y tenía muchas más en mis oídos, pero no había sistematizado ese conocimiento. Una vez terminé el bachillerato, en el colegio del frente del que me gradué me contrataron como profesor de música dizque porque yo era músico, entonces me tocó empezar a hacer investigación aplicada, sentarme a leer inclusive los libritos de Lucila González de Chávez y comencé a estudiar. Davinia Pérez Rendón, quien ahora es mi esposa, me enseñó cómo dar las clases, y yo, desde la investigación, indagué cómo daba los contextos, y empecé a enseñar música. Luego, trabajando en el Colombo Británico me conocí con Angélica Romero. Ella me dijo que yo tenía condiciones, que entrara a la Escuela Popular de Artes (EPA) a estudiar, y yo le dije que ya estaba muy viejo para esa vaina, que ya qué me iba a poner en esas. Pero me insistió mucho en que yo lo debía hacer, me insistió como dos años, a pesar de que siempre le decía: “es que a mi edad yo no me veo sentado en un aula rodeado de culicagados, yo no me veo ahí”. Y me siguió insistiendo como vieja cantaletosa, hasta que un día me aparecí, dimos un paseo por la EPA, por los pasillos, vimos los salones, la gente, el ambiente, qué enseñaban, y me dijo: “usted simplemente tiene que escoger en qué semestre quiere estudiar y con qué grupo, no tiene que hacer examen de admisión ni nada”. Asumí el reto y fui, y me encantó; me enamoré de la EPA inmediatamente, era el año 1983.

La EPA fue una experiencia hermosísima, allá conocí al maestro Elkin Pérez a quien yo admiro muchísimo, a la negra Yarce, a Fernando Gil, a muchas personas y muchas corrientes, y muchos testimonios pedagógicos y de vida, unos pa’ desechar, unos para no emular y otros para imitar. Yo soy de los que pienso que la educación, el conocimiento en sí mismo, no tiene sentido si no está acompañado de un testimonio de vida, de un modelo que vos podás seguir, porque si no, te volvés uno más del montón, del gran montón que hay. Por lo menos yo lo asumí de esa manera.

La EPA, La Escuela Popular de Artes. ¿Cómo no hablar de ella? La EPA fue una institución educativa a la que entraron y de la que salieron grandes músicos y que tenía la singularidad, que ojalá no lo fuera, de estar enfocada en músicas populares y tradicionales colombianas. Sí, una singularidad que avergüenza, una rareza que no lo debería ser, una entidad educativa sui géneris en Colombia, en un país en el que por costumbre, por moda, por chiste y por hipocresía, nos hemos subvalorado. Y nuestras músicas han caído en ese saco, un costal pesado, valioso, lleno de grandezas, de expresiones artísticas emotivas, conmovedoras, originales. Singulares, sí, singulares, pero plurales en su diversidad. La EPA, la tristemente desaparecida Escuela Popular de Artes, la democrática, la incluyente, la sabia, dejó de existir en la alcaldía de un personaje poco ilustre y poco ilustrado, y los medellinenses no hemos tenido la audacia y la sagacidad de revivirla. Allá, en dónde si no, vivió Gustavo Díez su primera época como estudiante de música. Allá, en dónde si no, enfrentó su primera epifanía.

En el primer semestre tuve un estrellón con el maestro Elkin Pérez, deje le cuento. Yo en ese momento, aunque tenía un desarrollo en la música importante, en lo teórico no tenía nada. Mientras los pelaos de la clase se iban detrás del solfeo, de leer cada nota, de seguir la partitura, yo me iba detrás de la oreja, del gusto, de la intuición, y eso hacía que pasaran cosas graciosísimas y nos riéramos mucho. Pero yo tenía un problema singular: consideraba que estudiar no era importante, y no estudiaba; entonces llegaba a mis clases de guitarra clásica y le decía a Pepito -que era muy estudioso- que tocara el ejercicio que habían asignado. Pepito lo tocaba dos o tres veces, y yo lo escuchaba cuidadosamente, repasaba mentalmente cada nota y cada posición y me iba a presentar el examen, y para colmo e infortunio mío sacaba la máxima nota. Yo era muy talentoso, muy auditivo y muy visual, pero de aquí, de la cabeza, nada. Elkin Pérez me cogió, me volvió mierda y me hizo sentir como un culo delante del salón, me bajó de la nube en la que andaba, me quitó esa prepotencia que tenía encima (porque yo era el ídolo de la clase, de las clases), me pegó la estripada que me merecía, me tiró al piso y me arrojó a la basura. Fue un asuntico con un examen. Resulta que él llegó a clase aburrido y alguien le preguntó: “maestro, ¿qué le pasó?” Y él en su forma peculiar de expresarse dijo: “no, es que esto aquí está muy jodido. Uno ve aquí gente de la que uno dice: ¿y a este cómo lo dejaron pasar aquí, hombe? Gente que no sabe, que no sirve pa’ nada, por ejemplo ese –y señaló a un muchacho-, yo pensé que usted no iba a servir pa’ nada, pero ve, te fue muy bien, sacaste cuatro con dos en el examen; pero aquí hay otros que no –y me miró a mí de frente sin disimulos ni tapujos, con una expresión tanto de frustración como de conmiseración-; vea, yo pensé que usted iba a ser bueno pa’ la música, pero vos no servís pa’ nada, usted no es nada, vea, sacó dos con siete en el examen.”

Hermano, yo buscaba…, yo uffff, no sabía en dónde meterme, y me dio mucha putería, mucha rabia. Aunque en este momento sé que él tenía mucha razón. A partir de ahí me dediqué a hacer lo que tenía que hacer desde que entré: me dediqué a estudiar. Nunca olvido que cuando terminamos el semestre, él entró a un salón en el que yo estaba estudiando solo y me tiró un sobre de manila. “Maestro, ¿esto qué es?” pregunté. “No pregunte güevonadas. Estúdiese esos papeles que tenemos ensayo el viernes”, me dijo, y eso era un lunes. Ahí había temas muy lindos de músicas latinoamericanas, versiones para guitarra y requinto, y así terminé tocando al final del semestre con él. Eso causó revuelo porque ese espacio no era para los primíparos sino para los que terminaban, y era raro ver a un primíparo tocando con el profesor, y a partir de entonces tuvimos una amistad entrañable. Él me animó mucho en el ejercicio de la creación, me motivó mucho en el ejercicio arreglístico, si se puede decir así. Al pasar los años, el maestro Elkin Pérez se convirtió en la persona que me revisaba lo que yo componía, los pasillos y los bambucos, y fue para mí un agente motivador muy importante. Además, los compromisos que él no podía cumplir me los chutaba a mí, hasta su guitarra me la prestaba porque yo no tenía en ese entonces una guitarra buena. En síntesis, la EPA fue una experiencia de un inmenso valor y muy constructiva.

Fue así como Gustavo realizó los 8 semestres de la EPA en el lapso de 10 años, entre 1983 y 1993. Como hombre casado, sus múltiples obligaciones solo le permitían ver algunas materias por semestre. Solo años después fue consciente del problema de que la EPA, aunque expidiera diplomas e hiciera ceremonias de grado, no contaba con Registro Calificado. Es decir, este músico de nacimiento, este músico autodidacta y empírico, este músico de profesión, este músico graduado y con título, oficialmente no era músico.



Audio 2: «Verónica» - Bambuco


Su graduación y bautismo en la música

Una vez terminados mis estudios en la EPA hice un ejercicio de purificación muy grande. Yo había recopilado durante esos 10 años todos los productos derivados del proceso académico: la composición tal, la armonización de no sé qué, el contrapunto de la obra si se cuántas, el arreglo de tal y pascual, y esa noche, la de la graduación, le dije a mi papá: váyase pa’ la casa que yo enseguida voy, yo tengo un ritual que hacer. Salí de la EPA, me tomé con mi profesor y amigo Félix Jaramillo Pineda media botella de aguardiente, cogimos un taxi para hacer el recorrido desde La Floresta hasta Envigado, y le dije al conductor: “váyase a la menor velocidad que sea capaz y yo le pago lo que me cobre”, y cuadra por cuadra, como deshojando margaritas, fui botando cada una de esas partituras. Félix me miraba como observando a un monstruo, y mitad atónito, mitad escandalizado, me decía: “¿pero cómo se te ocurre hacer eso?”. Lo que yo le quería decir a mi amigo, a la familia, a la vida y a mí mismo, era que lo anterior ya no importaba. A partir de ahí era el momento de mostrarles a todos si lo que habían hecho conmigo había servido o no, si lo que había estudiado había servido o no. Yo no me podía quedar en el pasado.

En realidad esta actitud era y sigue siendo típica de él. De alguien optimista, que siempre mira hacia adelante y cree firmemente que todo tiempo venidero será mejor. Por ejemplo, en la primera producción de John Jairo Torres de la Pava, él le encargó el arreglo de algunos temas. Gustavo en ese entonces arreglaba y componía a lápiz, luego grababa, y adiós con los papeles, se le perdían, se le traspapelaban, o simplemente se deshacía de ellos. Hay gente que guarda las cosas, las atesora, las conserva como un ejercicio de memoria, como un souvenir para el recuerdo, o incluso por manía. Gustavo no.

- Esto es pa’ esto, ya cumplió su misión, listo; yo vivía el momento y ya. –afirma con humilde desdén.


Un disco familiar

Gustavo no para de hablar. Es locuaz, alegre, comunicativo. Se me ocurre que él es también un comunicador social y un periodista: es alguien que divulga, replica, recrea y crea, es imagen de la sociedad, es un espejo a través del cual nos podemos ver y leer, y además, escuchar.

Escuchamos detenidamente apartes de un disco que realizó junto a su familia en el que él se encargó de la producción y los arreglos. Allí cantan sus hermanos y parientes cercanos, cantan en dueto, en trío, en coro, todos cantan, cantan todos, y todos son músicos aunque casi nadie se dedique a ello. Entonces, ¿cómo se las ingenió para enseñarles los arreglos si ninguno lee música? Pues aunque los hizo en partitura, luego los pasó al computador y les envió las versiones en audio MIDI de la música y la letra para que cada uno se las aprendiera a oído. Hubo un tema en particular en el que se ingenió una versión coral para que toda la familia cantara, sin excluir a una sobrina que vive en Europa. -“Le mandé la pista, ella la grabó allá y me la envió por correo, y armamos todo ese intríngulis ahí… y salieron cositas interesantes”, dice. En este caso no se cumple el dicho de “en casa de herrero azadón de palo”, por el contrario, es un disco hecho con mucho amor y lleno de valor sentimental. Si te pusieras en su lugar, sabrías que los cantantes del disco son tus hermanos, tus tíos, tus sobrinos, tus primos, tus cuñaos, tu familia, que los arreglos son tuyos, que la grabación y el diseño de la carátula los hizo tu hijo, que se grabó en tu casa, que es un homenaje a tus padres… y no podrías dejar de sentir la música como absolutamente hermosa, como la mejor producción jamás realizada. Un disco posible solo en una época en la que la frase “cualquiera tiene un estudio en la casa”, no por ser una frase de cajón, es menos cierta. Aparte de este valor sentimental, su resultado estético evidencia profesionalismo. Sus arreglos e interpretación demuestran cuidado y detalle, con creatividad, variedad y originalidad, incluso innovación, sin ser arriesgados. El estilo lírico de las voces, típico de lo que llaman la Nueva Música Andina, o de la vieja música andina pero cantada actualmente, resuena.


Sus gustos festivos y musicales

Hablamos de sus proyectos futuros y pasados, de sus gustos musicales, de su familia; de su afición por el Festivalito Ruitoqueño en Bucaramanga, Santander; de su adicción por el Festival del Pasillo, en Aguadas, Caldas; de su permanente vínculo con el festival de Cotrafa, y de su desgano por el festival Mono Núñez. De repente confiesa que, siendo sincero, lo que más le gusta escuchar es tangos. Nombra a Piazzola, a Garelo, a Goyeneche, a Pichuco, nombres inusuales en nuestro país pero mejores que Hisopo, el sonoro apodo que acompañó a Gustavo en su juventud. Le pregunto por la música brasilera y también dice que le encanta, al igual que la llanera. Aunque es un apasionado de las músicas populares y en particular de las andinas colombianas, nunca escucha música por placer, sino siempre como algo ligado a un “ejercicio compositivo o arreglístico”, o al trabajo.

- ¿Tenés Ipod? –Le pregunto.

- Nada de esas cosas: ni Ipod, ni celular con música, ni mp3, estoy todo el día en función del trabajo. Yo llego aquí a las 10 de la noche a comer, a leer el correo, a ver qué trabajo hay que hacer para el otro día y a dormir para madrugar, es que mi jornada es más bien larga. –Responde.

Camilo, el menor de sus tres hijos, también hace música, y Gustavo lo anima para que me la muestre. Abre de Internet un video con una canción sencilla, juvenil, amena y de buena factura en la que todo lo que se ve y se escucha es hecho por él: las imágenes, la cámara, la edición, la música, la letra, la guitarra, todo. Aunque la música es para él un hobby, su manejo de la estructura, de los cambios de sección, de los contrastes, del fraseo, de la producción, es el de un experto. Indudablemente es la decantación de la vida musical de su padre, es el resultado de vivir con un músico, de vivir la música. Es alguien para quien el trabajo y la manipulación de los sonidos es algo natural.


Su lugar en la cadena productiva

Es que estoy en la parte de la música que no da plata, en donde se produce mucho pero no se consigue dinero: en los arreglos y la interpretación. Lamentablemente los arreglistas no recibimos derechos de autor, una ironía grandísima. Es que no es solo coger y hacer un arreglo musical, sino que hay que revisar la obra entera, ir donde el compositor y decirle: vea, esta nota no es, debe ser esta, o tu intención estaba girando en torno a este asunto y no en torno a este pa’ donde te fuiste; y luego, una vez corregida y revisada la obra, póngale el vestido. ¿El resultado? Otra cosa. Pero el compositor es el que gana, no el arreglista, qué cosa tan tesa.

Es que una de las cosas simpáticas de los grupos con los que trabajé era que a uno lo ponían a hacer todo el cuento de los ensambles. He sido apreciado por eso, que el cortecito que va por acá, que la improvisación en este lado, que yo quiero el coro así, que yo quiero esto aquí; se me apreciaba mucho el trabajo pero nunca me daban crédito por eso, entonces yo no aparecía como director sino como un integrante más, y los dineros también se repartían en proporción. Conclusión: yo armaba los coros, pulía los coros, cantaba en los coros y tocaba el tiple. Si el guitarrista no daba la medida, pues yo tocaba la guitarra; si el bajo ponía problema en la interpretación, entonces yo tocaba el bajo; pero cuando llegaba la plata se repartía por partes iguales, o sea, la sociedad democracia funcionaba muy raro.



Audio 3: «Guajira ven a gozar»

Se sienta en una silla con rodachines que tiene al frente del computador ya encendido, y –un tanto desubicado y sin mucho orden- busca arreglos musicales en los que está trabajando. Los realiza en el programa Encore, en el que los sonidos básicos con los que trabaja me causan un inevitable escozor, pero ni modo de pedirle que, además de ser el músico que es, de la cantidad y calidad de música que interviene, también invierta tiempo para descargar unos buenos bancos de sonidos y utilizarlos. Finalmente, casi perdido entre tantas obras propias que tiene en el computador, pone a reproducir orgulloso un arreglo que le pidió Jhon Jaime Villegas, el famoso tiplista y bandolista y uno de sus mejores amigos, para que lo interpretara la Orquesta de Cuerdas Concertantes que el mismo Jhon dirige. Hay que ser músico para percibir la intención del arreglo, la creatividad y sutil filigrana que se esconde detrás de la interpretación fría, mecánica, tosca, del computador. Así pasamos la tarde disfrutando, viajando con su obra al vaivén de variados ritmos y géneros, regodeándonos en los sonidos, y transportándonos con ellos por diferentes paisajes, atmósferas y lugares. Entre los muchos arreglos que me muestra, casi todos para formato de cuerdas pulsadas, nos bañamos de milonga, de danza, de pasillo, de vals, de bambuco, de caña, e incluso de son cubano, géneros muy variados pero asociados de una u otra manera a la región andina y particularmente a Medellín.


Rebeldía II (León Cardona)

Mi maestro de armonía fue Elkin Pérez. Aunque he aprendido mucho también del maestro León Cardona, con quien también tuve un inconveniente en mi juventud: una vez siendo yo estudiante, me dejaron asistir a unas capacitaciones de los docentes en el Palacio de la Cultura. En una de esas estábamos estudiando técnicas compositivas del siglo XV y XVI. Yo en ese entonces trabajaba dirigiendo grupos de muchas empresas y no tenía tiempo para hacer los scores1 para esos grupos. Como en las empresas no me pagaban los arreglos, como ellos no entendían que yo necesitaba un tiempo extra para diseñar partituras, entonces yo las hacía mientras me transportaba en el bus o en el metro. Yo salía de casa por la mañana y salía ya con la idea de lo que tenía que hacer, la pulía mentalmente en el trayecto, llegaba al trabajo y preguntaba: ¿usted qué toca? Ah, toque esto pues, y le armaba las partituras a cada uno en el salón. Eso hice toda mi vida, por eso nunca hice scores, solo partituras individuales. Obviamente para formatos grandes no lo hace nadie, pero para formatos medianos, para tríos, cuartetos, hasta sextetos, yo podía perfectamente hacer los arreglos en mi cabeza, sin escribir el score. Como eso era para mí una práctica cotidiana, pues hice lo mismo en mi tarea para la clase con León: hice la partitura para cada instrumento, pero no escribí el score: bandola uno, bandola dos, tiple y guitarra. Llegué al salón, eso lleno de músicos, un ambiente tenso como de juzgado, y entregué mi tarea con las partituras individuales.

Pues resulta que todos los compañeros iban entrando y con parsimonia y ceremoniosidad saludaban: “buenos días, maestro León”, y le entregaban un solo papel, luego tocaban las obras en vivo y se discutía y comentaba acerca de ellas, hasta que yo no me aguanté y le pregunté sigilosamente al más cercano:

- Ve, ¿qué es ese papel que ustedes le entregan al maestro?

- Es el score.

- ¿Y eso qué es?

- ¿Usted no sabe qué es un score?

- No, no sé, ¿qué es eso?

- Pues son todas las partituras, todas las voces escritas en un solo papel.

- Ay jueputa, yo no hice eso.

- ¿No? ¿Y entonces cómo hizo?

- No, pues como toda la vida, uno por uno.

Y empiezo yo a sudar, a sudar porque el maestro León era un tipo muy difícil, hasta que me tocó el turno.

- Gustavo Díez. -Me llamó.

- Compañeros, buenos días. Maestro, buenos días. Tengo una inquietud.

- ¿Qué inquietud tiene el señor Díez?

Y se cogía el bigote. Y yo con toda ingenuidad le dije:

- Maestro, es que yo no hice score.

- ¿No hizo score? ¿Y por qué?

Yo aún insisto en que la acabé de cagar con lo que dije a continuación, pero con una alta dosis de ingenuidad agregué:

- Maestro, porque es que yo me imagino la música en la cabeza. Yo tengo las notas ahí y yo las reparto. Yo, pa’ serle sincero, no sabía ni qué era un score.

- ¿Y usted quién se cree que es?

Y me hizo quedar como un trapo viejo delante de todos los compañeros:

- Vamos a ver con qué salió el señor Díez.

Pues te cuento que no tenía un solo error. Ahora, eso no es un acto de genialidad ni mucho menos, eso me parece una reverenda güevonada, es simplemente que lo que tú haces en tu práctica cotidiana es tan bueno como tú mismo lo quieras y lo definas, no como los demás lo vean, sino como tú mismo lo asumas. Si usted todo el día estudia clarinete, pues indudablemente tiene que mejorar muchísimo y ser muy bueno. ¿Yo qué hice toda la vida? Escribir noticas aparte, para mí eso era un ejercicio normal. Ahora que estoy viejo me doy cuenta de la importancia del score. Y así, aunque el ejercicio que hice no tenía un solo error, en señal de protesta decidí no volver a la clase, porque no estoy de acuerdo con que lo entierren a uno de entrada, sin paliativos ni réplicas, y no volví a las capacitaciones con el maestro León. Lo bueno de todo el asunto es que a partir de ahí siempre hago el score.

Lo que no sabe el maestro León es que yo a él lo quiero y lo aprecio muchísimo, y he aprendido muchísimo de él. Lo que el maestro no sabe es que yo he cogido muchas de sus obras colombianas, bambucos y pasillos, y he aprendido con ellas, él me enseñó a través de su obra cómo acompañar estos ritmos.


Foto 4: Gustavo Díez


Su estilo musical

Camilo interrumpe para preguntar qué queremos almorzar, él piensa pedir un pollo a domicilio. Gustavo vuelve sobre la música y me muestra, de nuevo con los –para mí- inertes sonidos del Encore, una composición suya que quieren utilizar en una película sobre Débora Arango, su paisana artista. Cuesta creer que alguien, que un cineasta, se interese por una melodía presentada así, con la poco amable sonoridad del software, por más bella que sea. Suenan unos acordes en un piano seco, brusco, sobre los cuales –si es que algo se puede apoyar encima de eso- irrumpe la melodía con un timbre a medio camino entre un trombón de plástico y una organeta ordinaria de la década del 90, un timbre que no vale la pena describir. Definitivamente, Tavo tiene la música es en su cabeza. Pasa a mostrarme algo similar a un joropo, y continúa con unas variaciones sobre lo que podríamos considerar un estándar de la música colombiana: Cachipay. Lo encuentro tan bonito y bien hecho, que hasta yo me empiezo a acostumbrar a los sonidos del software (no se puede negar que los gustos son costumbres, la estética se amolda; al paso que voy, hasta cariño le cogeré al Encore). En las manos -o en la cabeza y el computador- de Tavo, Cachipay pasa por varios tonos, cambia de ritmos, de tempos, de estructura. Las variaciones que propone son atrevidas, llegándome a sonar extrañas por momentos; los nuevos mundos y sentidos que le da a la melodía me asombran. Como un escritor que inventa lugares, situaciones, personalidades, así Gustavo crea y recrea con la música nuevos mundos y sensaciones, nos abre puertas que conducen a paraísos fantásticos, lugares en los que la imaginación hace de las suyas.

Le pregunto por las influencias estéticas de su música y no sabe dar una respuesta concreta. Menciona el jazz, sin saber muy bien qué es. Resalta el uso discreto que él hace de tensiones y desplazamientos rítmicos (emiolas) que no son propias de la música andina, ante lo cual le pregunto si más bien esos recursos los tomó de la música brasilera.

Puede ser. Es que el mundo de sonidos de una persona es una acción de reflejos. Si usted hace algo, con eso está reflejando algo de un conocimiento previo que usted tiene consciente o inconscientemente. Para mí es primordialmente inconsciente. ¿Cuándo se vuelve consciente? Cuando yo me siento, reviso y digo: este acorde no, esta tensión no. Por ejemplo, cuando hice este pasillo estaba pensando en un joropo, porque la música nortesantandereana tiene mucho de llanera. Como ves, aquí tiene contrapunto, un bajo continuo, las emiolas características de la música llanera, estacatos, es una sonoridad muy clásica.

Una melodía ligera se mueve de manera ágil por los peldaños de una escala, con un contrapunto en sentido contrario igualmente movido. Me dan la sensación de un juego de espejos en el que cada uno refleja al otro, ampliando la perspectiva, a la vez que crean nuevas imágenes.

- Mirá que no pierde nada su esencia tradicional. -Recalca.

Continúa el tema. El infaltable pan-papán al final de las melodías de los pasillos típicos, nos remite a una tradición larga y férrea del género, ante lo cual argumenta:

- Eso es atractivo para la gente que lo escucha, está escrito en un lenguaje que es de la gente.

- ¿Escribes obras raras? ¿Cosas salidas de la tradición? ¿Experimentales? –le pregunto.

- Claro que sí, por ejemplo… vos has escuchado Cachipay, ¿cierto? Te voy a poner una obra que se llama “Ejercicios sobre Chachipay”.

La escuchamos detenidamente. Empiezan a desarrollarse variaciones sobre la melodía con innegables recursos de orquestación del periodo clásico de la música europea y, como su nombre lo indica, sonoridad de “ejercicio”: contrapuntos, adornos y diversos juegos de voces, de tempos, armónico-rítmicos, de orquestación.

- Por ejemplo, eso es jazz, esa variación armónica. -Dice con énfasis.

El hijo le pregunta: ¿vos no tenés eso grabado?

- Por ahí debe estar, pero pa’ saber en dónde. –Responde.

La diversidad de obras que escuchamos demuestra un conocimiento profundo de la armonía, las estructuras, los ritmos, los registros. Veo en ellas un reflejo de lo que él es: más que un innovador o un arriesgado que busca romper moldes y paradigmas de la música andina colombiana, Gustavo es alguien que está fuertemente aferrado a esta tradición, pero que tiene una capacidad musical y un mundo sonoro tan grande en su corazón, su cabeza y su oído que, quiéralo o no, se sale de los límites rígidos de la tradición de estas músicas. Su música, la música que Gustavo Díez lleva dentro de su ser, no cabe en estereotipos, no se guía por recursos gastados, no se limita a lo ya oído. Su alma y su musicalidad le dictan otras cosas, sacadas de no sabe dónde y que lo llevan a lugares desconocidos, pero que le fluyen y le brotan, haciendo de su florecimiento y expresión su disfrute y forma de vida.


Foto 5: Tinkú Trío: Gustavo Díez, guitarra; Wilfer Vanegas, violín; John Jaime Villegas, tiple.


Rebeldía III (con su música a misa)

Yo, a principios de los 80, era profesor de música del Colombo Británico en primaria y manejaba el grupo de proyección, que era lo que me gustaba hacer, lo que me apasionaba. Teníamos un coro y grupos con puros pelaos, eso era una berraquera. Una vez la directora me pasó unas canciones para que los muchachos cantaran en una misa de grado, unas canciones de viejitos, pero por redundante que parezca los pelaos eran pelaos y yo en la juventud era muy joven, y no le paré bolas a la directora, monté la misa que yo quería y salió espectacular, nos salió tan linda que yo todo emocionado me le acerqué y le dije: “¿cómo le pareció?” Pensando que había quedado contenta, y me dijo: “te tiraste en todo, no me paraste bolas ni en media”. Me fui muy aburrido y en enero llegué, el primer día de trabajo, con la carta de renuncia.


- Me voy. -Dije.

- -¿Por qué te vas?

- Me voy a dirigir la banda de Marinilla.

- No, usted se va porque yo fui con usted muy injusta.

- No, yo me voy a dirigir una banda. El día que yo quiera volver vengo y le exijo que me reintegre a mi trabajo, porque usted sabe que yo he sido muy buen empleado.

- Tranquilo, vaya que usted tiene las puertas abiertas aquí.

Entonces me retiré, estaba sin trabajo y recién casado, y empecé pues a rebuscarme la plata: que dónde voy a tocar, en dónde voy a camellar, qué voy a hacer.


Su propia visión

Yo he tenido por formación de familia una mirada a ser muy territorial, una mirada a renunciarle al cuento de los artistas. Es que yo no soy un artista, yo soy un músico, y a mí el cuento de viajar y de las tarimas no me vende. Yo respeto mucho a los artistas pero yo no me creo metido en esa onda, yo no me siento ahí. A mí me gusta escribir música y hacer arreglitos, no más, hasta ahí es la vida mía con la música. He tratado de vivir la música desde el deseo de vivir y de arreglar, y de vez en cuando tocar, pero escribir y arreglar han sido mi pasión. Te repito, a mí la tarima y las luces no me seducen para nada. Lo hago porque es una entrada económica importante y porque es el reto del día a día que tengás que tocar, porque si dejás el instrumento únicamente para el trabajo creativo, entonces no crecerás como intérprete. Yo por ejemplo digo que yo no soy guitarrista, yo toco guitarra, pero no soy guitarrista.

Vos sos entonces guitarrero. –Le digo en broma.

Sí, yo soy guitarrero, podría decirse.

Me parece simpático que diga eso, porque recuerdo la primera vez que tocamos juntos en un grupo de músicas populares. En esa ocasión él se veía feliz en el escenario, disfrutando del momento, concentrado, asumiendo cada nota, cada acorde que interpretaba en su guitarra, con un profesionalismo y una pasión envidiables; aunque, si lo pienso bien, creo que él tiene razón, él no estaba tan feliz de estar en tarima como feliz de estar compartiendo con amigos alrededor de algo que llaman música, feliz de escuchar las cadencias armónicas, la sucesión de ritmos, de síncopas, la belleza de la voz de Liliana Klinkert, las improvisaciones del grupo, la interpretación en vivo. En realidad, Gustavo es feliz de ser músico, y su actitud en escena (muy propositiva, alegre y excesivamente creativa) era la misma que tenía en los ensayos, la misma que tiene cada vez que coge un instrumento, la misma que refleja en su vida cotidiana. Sí, tiene razón, la tarima no lo atrae, parece que no se diera cuenta de la existencia del escenario, de que lo miran, de que seduce. Gustavo actúa como si estuviera en la sala de su casa. No creo que comparta la idea de que el artista se debe al público; para él el artista se debe a la música, se debe a sí mismo; la combinación de responsabilidad y pasión, de un sentido ético muy fuerte del trabajo y de la música, hace que no se note que no le importa la frivolidad de la tarima y que -en sentido estricto- tampoco le importa el público. O sí, podríamos decir que él se debe al público más relevante de todos: él mismo, como primer espectador, su primer crítico y su principal oyente. En esa medida, con ese deseo de hacer las cosas, de producir música agradable, hecha con responsabilidad, los demás espectadores siempre se sienten bien recompensados.


Su economía

¿Económicamente el trabajo con los distintos grupos con los que en otras épocas viajabas y a los que pertenecías era rentable?

Es que ese es el problema de ese tipo de propuestas. Sí había viajes y todo, y conciertos, pero para vivir de eso no era fácil, me refiero a vivir de tocar. Hay gente que sí lo hace, que vive de eso, gente que está muy bien ranqueada en el medio, pero son muy poquitos y cada vez hay menos. Mi vida ideal sería poder vivir de escribir música, pero hay que mezclar un poquito, entonces por aquí toco, por allí escribo, por allá arreglo, por aquí en una producción, toca ir jalándole a todo un poquito.

A mi amigo y gran músico John Jaime Villegas tengo que agradecerle toda la vida. A él le ha gustado siempre la manera en la que yo escribo, y él se ha encargado por su trabajo en la Universidad de Antioquia y por los proyectos artísticos que él lidera, de coger mi música y repartirla. Por él, el grupo que lidera en Bello toca obras mías, el grupo Ébano toca obras mías, los estudiantes de él en la Universidad de Antioquia tocan obras mías. Tengo que agradecerle mucho la acogida que le ha dado a mi producción artística.



Audio 4: «Canta Llano»

Gustavo ha hecho de todo en la música andina: ha grabado primeras guitarras (guitarras melódicas), bajos, guitarras segundas, tiples, voces; ha creado arreglos, composiciones, orquestaciones y letras. ¿Qué le faltará?


Su oficio

Estamos en su casa disfrutando una placentera tarde dedicada a escuchar música. Para usar un término actual, él oficia de DJ. Pone cosas del trío Colombiano, una agrupación con la que obtuvo el segundo puesto en la categoría instrumental en el festival de música andina Cotrafa en el año 2004.

- También hago mucho trabajo acompañando cantantes. Que cómo querés, que en cuarteto, en trío, pa’ guitarra solista, como querás; yo hago los arreglos, monto el grupo. Este premio -señala una placa colgada en la pared- fue al mejor aporte creativo en el festival Antioquia le Canta a Colombia, acompañando a una niña del Tolima, Gloria Yolanda Herrera. La canción se llama “Si te vuelvo a besar”, de Jaime Llano González.

Suena la canción, grabada en vivo en octubre de 2008 en Santa Fe de Antioquia. Suenan cuerdas de guitarra haciendo un punteo, tocadas con ahínco y diferentes pulsaciones. Sus ataques varían con gran expresividad, los dedos extraen diversos timbres de las 6 cuerdas habituales. Definitivamente quien interpreta es un guitarrista, no un guitarrero. Definitivamente, Gustavo también es un guitarrista. Su acompañamiento, aunque musicalmente al servicio de la cantante, se roba el show de un escucha atento. La voz, de estilo lírico, resuena al amparo de la guitarra. ¿Por qué siguen cantando la música andina colombiana al estilo lírico? Me sigo preguntando. Días después, le puse a escuchar a mi novia esa canción y le pregunté qué opinaba y preguntó-sentenció extrañada: “¿qué es eso, ópera en español? Qué pereza.” Me dio risa su respuesta. Sin duda yo prefiero escuchar la guitarra, y como el personaje es Gustavo, le pregunto:

- ¿Qué opinas de ese tipo de voces? -Sé de su prudencia, difícilmente dirá algo que no sea positivo.

- Eh, mmm. -Titubea. -A mí no me gustan mucho esas voces en la música andina colombiana, hay que buscar unos equilibrios en ese asunto. Por ejemplo, una persona que manejó muy bien eso fue Delcy Yanet Estrada. –Y se quedó en silencio.

La noche está entrando, y yo voy saliendo. Sé que nos volveremos a ver muchas veces, bien sea para tocar, conversar, aprender, o emprender algún proyecto que se nos ocurra. Dicen que al que entre la miel anda algo se le pega; ojalá se me contagien un poquito su talento, su buen humor, su amor por la música y su disciplina.


Encuesta

Federico: ¿Cuál es el disco que más te gusta?

Tavo: No sé, nunca me he hecho esa pregunta. Me gusta Piazzola, me gusta Bach, Juanjo Domínguez, la música argentina, pero no tengo uno solo, serían muchos.

F: Un disco que le recomendarías a tus alumnos.

T: Yo ando muy alejado de la docencia, pero un disco rico para escuchar, degustar, el de Luis Fernando Franco con Gisella, es hermoso.

F: ¿Cuál es tu grabación favorita en la que hayás participado?

T: El disco de Son del Yarey, porque era un reto, yo en ese entonces no sabía nada de son cubano. También el de Ako Fandango, además de los de John Jairo Torres, porque es una persona muy exigente. Yo después de las grabaciones con Sonolux hice un alto en el camino, y dejé de grabar, hasta que John Jairo me llamó en el 96. Yo le dije que por qué yo, que yo hacía rato no grababa, y me dijo que tranquilo, que él quería hacerlo conmigo. Por eso le tengo mucho cariño a esos trabajos, porque me volvieron a conectar con las grabaciones.

F: ¿Qué disco estás escuchando últimamente?

T: Ninguno, no tengo tiempo. Nunca me pongo a escuchar música en la casa, ni he comprado un disco en mi vida, todos estos discos que ves son regalaos, de amigos, de mis grabaciones, y ni los escucho.

F: ¿Qué te hubiera gustado aprender en la música que no has aprendido?

T: Esa sí la tengo muy clara, yo soy un frustrado director de orquesta o banda sinfónica, o pianista. Pero yo nunca tuve acceso a ese asunto. Ahora, yo no me arrepiento en lo que estoy, estoy muy contento donde estoy, pero sí hubiera querido ser un director de orquesta o por lo menos un director de banda.

F: Lo que me parece simpático es que eso como que no cuadra con tus gustos por lo regional, lo andino…

T: Claro, pero hay una sana lógica, y es que vos te sustentás sobre tu historia de vida, en cómo te formaste y en qué te formaste. Si a mí me ponen ahora en un territorio sinfónico, pues ni riesgos, yo de eso no sé absolutamente nada, es más, difiero en muchas cosas del eurocentrismo, no del eurocentrismo allá, es que allá es necesario y pertinente porque ese es el contexto, no, sino lo que ha permeado aquí. Esas músicas no tienen que ver con nosotros; sus metodologías, sus didácticas se desarrollan desde un contexto que no es el nuestro y por eso estamos llenos de músicos frustrados; ese es un escenario, pero mi escenario es otro: yo me formé en las músicas populares y urbanas, en la EPA, desde niño en mi casa, en el estudio de Colombia Creativa fundamentado desde dichas músicas, y amo y defiendo profundamente eso, pero cuando a vos te preguntan: ¿a vos te hubiera gustado manejar un carrito? Sí, yo digo, a mí me hubiera gustado manejar una orquesta. Seguramente no haría músicas sinfónicas tradicionales, haría músicas colombianas en versiones de orquesta sinfónica; o tocaría piano, eso sí me hubiera gustado.

F: ¿Qué creés que te falta por hacer?

T: Seguir estudiando. Seguir teniendo la oportunidad de difundir lo que estoy escribiendo, sin pretensión de ningún tipo diferente a trabajarle a esta música andina colombiana.

F: ¿Has vivido contento?


(Rebeldía IV-Coda)

T: Sí hombre. No te puedo negar eso. He tenido los momentos difíciles que tiene cualquier ser humano cuando se mete en su crisis personal interna y dice “¿hijuepuerca, yo qué estoy haciendo?, esto no me gusta, ¿yo por qué estoy en un estado tan poco productivo? yo necesito salir de esto”. Son estados de retroalimentación pa’ sacudirse uno y decir: “vamos pa’ adelante, sigamos trabajando”, pero nunca con aspiraciones diferentes a trabajarle a esta música. Mi gran crisis fue cuando perdí el grado once, y estuve dos años sin tocar. ¿Qué me sacó de ahí? Un supervisor de una empresa. Esta es la historia: después de repetir once y ganarlo muy bien, me presenté a la Universidad de Antioquia, a la Universidad Nacional y al Politécnico, hice tin marín de do pingüé y pasé a economía y, sacándole el cuerpo a la música, solo seguía en las tertulias familiares, pero la gente me llamaba a tocar y yo que no. Entonces me dio la crisis cuando empecé a estudiar economía y yo me decía: “pero es que esto no es lo mío”, todo un problema; y haciéndole resistencia a la universidad y a la música a la vez, entré a una empresa alemana, cuyo nombre no recuerdo, a trabajar de operario de máquina en turnos normales de 8 horas, con periodo de prueba de tres meses. En el tercer mes me pusieron a turnar de noche, y fui a manejar una máquina, y entre las muchas cosas que me frustraban fue ver a los operarios dormidos manejando esos aparatos, y yo pensaba: “¿esto va a ser para mí la vida? ¿Ser un robot ganándome un salario mínimo manejando una máquina?” Otra cosa que me cuestionaba era el tema del poder. La máquina tenía una tómbola gigante que era la que la alimentaba de material para sacar los productos. Yo cogí un día turno a las diez de la noche y a las doce se me estaba acabando el material, entonces prendí la sirena y los bombillos pa’ llamar al supervisor para que me llenara esa tómbola, y el tipo me mamó gallo hasta las tres de la mañana hasta que pasó lo peor, lo peor que puede pasar en una empresa: se paró la máquina. Una vez se para una máquina empiezan a sonar las sirenas y las luces a voltear y es el caos en la planta; entonces ahí sí llega el señor y pregunta:

- ¿Qué pasó?

- ¿Cómo que qué pasó? -le respondo. -Te estoy pidiendo material desde las doce de la noche y son las tres de la mañana, de qué otra manera querés vos…

Y empieza este desgraciado a echarme la culpa de la falta de material, pero resulta y acontece que el jefe de planta, el jefe de ese señor, era mi parcero. Estaba entonces ese señor regañándome, cuando va llegando mi amigo y pregunta ¿qué fue lo que pasó? yo le conté la historia, que había cogido turno a las diez y que desde las doce que vi que la máquina se estaba quedando sin material estaba llamando al señor para que me atendiera y nunca me atendió. Mi amigo lo ha sabido coger y le pegó un regaño delante de todo el mundo y lo hizo quedar como sabemos, y en ese momento me dije: yo no puedo vivir esto. ¿Qué hice? me quedé hasta las ocho de la mañana esperando a que llegara el gerente y le dije: usted tenía toda la razón, yo no soy para esto. Me miró contrariado y me dijo: ¿Por qué? -Y le dije: vea, es que la ignorancia es un problema de Estado, pero la injusticia es una cosa del ser humano. Desde entonces, y hasta el día de hoy, vivo como músico.


Foto 6: Gustavo Díez y el Trío Aguadulce: Jorge Esteban Pajón, bandolista; Julián Ramírez Molina, tiplista y compositor; y Cristian Tobón Ramírez, guitarrista.


Imágenes

Foto 1: Gustavo Díez.

Foto 2: grupo Voces y guitarras. De izquierda a derecha: Álvaro Sánchez Soto (Alby), Gustavo Díez, Héctor Mario Amaya, John Jaime Villegas y Fernando Sánchez.

Foto 3: Gustavo Díez.

Foto 4: Gustavo Díez.

Foto 5: Tinkú Trío: Gustavo Díez, guitarra; Wilfer Vanegas, violín; John Jaime Villegas, tiple.

Foto 6: Gustavo Díez y el Trío Aguadulce: Jorge Esteban Pajón, bandolista; Julián Ramírez Molina, tiplista y compositor; y Cristian Tobón Ramírez, guitarrista.


Audios

Audio 1: Tema: «Allí donde tú sabes». Intérprete: Voces y guitarras. Compositor: Luis Marquetti. Grabado en Medellín. Sin más datos.

Audio 2: Tema: «Verónica» - Bambuco. Intérprete: Trío Aguadulce. Compositor y arreglista: Gustavo Díez. Disco: «10 de Díez».Envigado, 2014.

Audio 3: Tema: «Guajira ven a gozar». Intérpretes: Akó Fandango: Gustavo Díez, tiple y coros; Félix Jaramillo, bajo; Juan Gonzalo Saldarriaga, flauta; Gabriel Jaime Ríos, congas; John Fernando Ospina, bongó y campana; Ubaldo Osorno, güiro y gaita; Claudia “Tuti” Ramos, maracas y claves; Harvey Garavito, voz y guitarra; Liliana Betancur, voz y coros. Compositor: D.R.A. Arreglista: Gustavo Díez. Disco: «Los amigos del son».Medellín, Sony Music, 1992.

Audio 4: Tema: «Canta Llano». Intérprete: Orquesta de Cuerdas Concertantes. Director: John Jaime Villegas Compositor: Arnulfo Briceño. Arreglista: Gustavo Díez. Auditorio de la Cámara de Comercio de Medellín. 24 de Noviembre de 2009.


1. En música se llama score a la partitura que incluye lo que todos los instrumentos deben hacer. Es el mapa general de la obra. De allí se obtienen las partituras para cada instrumento en particular.


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